Lucrecia
Recién terminada mi actuación en el capítulo cuarto de la telenovela “Mátame de amor”,
Julito me entregó el sobre lila. Es de tu madre, me dice, por fin te escribe.
Hace año y medio que interpreto papeles que devoran, especialmente mujeres, ávidas
de encontrar en la pantalla el modo de llenar el vacío de sus vidas, buscando en las ajenas
el despertar de unos sueños, que “se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia”.
Trespaderne es el autor de moda, teje melodramas banales, adobados de pasión y de amores
que terminan en desdicha y abandono. Me paga bien para lo poco que actúo, papeles se-
cundarios y en general antipáticos. Tienes la presencia y la voz que conviene, me dice. El
espectador te ve, te oye, te odia, no es preciso que robes, seas corrupto, interpretas a un
comisario sin escrúpulos, violento y corrompido, abres la boca y ahí cualquiera quisiera rom-
perte el alma a fuego lento.
En la calle, pienso en las palabras de Julito. No, no puede ser mi madre. Escribir no es
lo suyo, no la llegan las palabras, se pone nerviosa. Allá en el pueblo no es infeliz, vida tran-
quila, sin sobresaltos, alejada de la ciudad que no desea: sus gallinitas, el huerto, la partida
con la Pruden y Carmen, sus hábitos sencillos. Al fin, “hijo, la vida es un lento caminar hacia
el final”. Lento, dice ella, qué voy a agregar.
Acostumbrado a la nada en tantas de sus formas, me guardé el sobre en el bolsillo
antes de llegar al café, y en la segunda cerveza con Basurto y Celemín me vino el recuerdo
del color del sobre y me di cuenta de que no había leído la carta; no comenté nada delante
de ellos, porque los aburridos desean oír, buscan tema y un sobre lila es una mina de oro.
Llegué a mi apartamento, donde Ulises, el perro, no se fija en estas cosas, abrí el sobre y
conocí a Lucrecia.
Leí: no me importa que digan que es perverso, malvado, indigno de vivir. No me im-
porta que sus papeles engañen a todo el mundo, al contrario, me ilusiona pensar que solo
yo conozco la verdad. Ud. sufre cuando interpreta esos papeles, les pone su talento, pero
yo sé que Ud. finge esas vidas que no son la suya. Ud. no es Barone, el chantajista sin es-
crúpulos, tampoco Levascal, el indeseable ultra, capaz de reunir maldad, desigualdad e in-
justicia. Ud. cree, como yo que se necesita ayudar, proteger al desposeído, al parado, al
disidente y marginado. Créame, me gustaría ser la única que sabe pasar al otro lado de sus
papeles, que estoy segura de conocerlo de veras y de admirarlo. Es como con Shakespeare,
su papel Casio, me gustó más que Julio César. Y terminaba, escribo mi dirección, pero no se
vea obligado a contestarme, si no lo hace, yo me sentiré lo mismo feliz de haberle escrito
todo esto.
Pasaron algunos días, la noche caía, en la intimidad del cuarto, en soledad y cansado,
volví a ver la letra de Lucrecia, liviana, fluida, sin intención de contestarla, pero le contesté
antes de irme al cine, un viernes por la noche. Me conmueven sus palabras, estimada Lu-
crecia, y esta no es una frase de cortesía. Claro que no lo era, escribí como si esa mujer que