Enriqueta
―Mamá, Mamá. Déjame quedarme. Seré muy buena ―El grito de la pequeña Enri-
queta, llorosa, entre hipos entrecortados, no hizo que su madre se volviera. Siguió de es-
paldas, vestida de negro completamente, vuelta la cara hacia el zaguán de la casa familiar
de Madrid que ya no lo sería más.
Este recuerdo, confuso pero triste y tenaz, perseguiría a Enriqueta durante muchos
años. El coche de punto a la puerta, el desconocido que se la llevaba con sus pocas perte-
nencias, el lazo negro en la cintura y en el pasa cintas de la capota, y su madre de espaldas,
sin querer mirarla. No sabía Enriqueta que su madre se volvía para tragarse las lágrimas,
para resistir el dolor de su pérdida, el impulso de tomarla entre sus brazos de nuevo y no
dejarla marchar. Aquel era un sacrificio muy grande, pero era por el bien de todos sus hijos,
a todos ellos les había buscado un lugar, ella sola no podía mantenerlos.
Enriqueta había quedado huérfana de padre y su madre viuda. No alcanzaba a com-
prenderlo aún, pero el capitán ya no existía. Su padre era guardia civil y había muerto en
Cuba, con honores, sí, pero solo y de fiebres, o eso se pensaba, en un mundo que resultó
demasiado hostil. Apenas recordaba a aquel hombre; cuando se marchó ella era demasiado
pequeña, el recuerdo se resumía al uniforme de azul dado en tina, a la mano amplia y afable
que a veces se posaba en su cabeza y le revolvía su pelo rubio, a los hermanos atentos en
el salón y el padre hablando, ella completamente ajena pero feliz a sus pies, en un escabel.
Los hermanos de Enriqueta, los tres varones fueron a parar a Valdemoro al colegio de
Guardas Jóvenes, y ella se fue con la prima de su madre, al torreón de los Boain en Ávila,
donde fue recibida como un regalo por aquella pariente con posibles que no había tenido
hijos. Enriqueta a pesar de todo tuvo suerte.
El capitán José Gutiérrez se embarcó para Cuba como voluntario en el año de 1869,
cuando la guerra larga, el temor a los cimarrones, a los asiáticos huidos de ingenios y plan-
taciones, hiciera que, España, reforzara la protección de las fincas y sus propietarios, con la
creación de tercios contra los denominados bandoleros. Allí fue a parar el padre de Enriqueta,
al tercer tercio, en la parte oriental de la Isla. El día que su padre marchó de Madrid, Enri-
queta solo tenía tres años y medio y no volvería a verlo nunca.
El calor era espantoso, la ropa se pegaba a la piel, a pesar de que el uniforme de ra-
yadillo azul estaba hecho en un tejido relativamente ligero, de fibras de lino. No ayudaban
tampoco las garrapatas, ni los piojos refugiados en los dobladillos de pantalones y casacas,
ni las miríadas de insectos que flotaban sobre el cañaveral y que terminaban aplastados a
docenas en cualquier parte del cuerpo. El capitán José tenía descarnado el pescuezo de tanto
rascarse. Llevaban horas allí, disimulados entre las cañas, con los fusiles, que a esas horas
pesaban ya como plomos en las manos. Los colonos de las plantaciones tenían miedo. Meses
antes los insurrectos se habían levantado en Camagüey, y Bayamo había ardido por los cua-
tro costados. De la metrópoli llegaban las órdenes del capitán general Ramón Blanco, todas