que otras ideas, sin duda más simples y consistentes, puedan ser mejores y más eficaces
que las suyas? ¿Por qué presumen de altruismo, generosidad, bonhomía, cuando son tan
egoístas, interesados y pícaros como los ejemplares más sobresalientes del mundo del
hampa, entre los cuales ha de hallarse, cómo no, más de un derechista? ¿Por qué siempre
encuentran una justificación plausible, exculpatoria, para sus fraudes a la par que inculpa-
toria para sus adversarios políticos? ¿Por qué odian las tradiciones arraigadas en el tiempo
mucho antes de que izquierda y derecha hubieran obtenido carta de naturaleza en el ámbito
del pensamiento y de la opinión, pónganse como ejemplos procesiones de Semana Santa y
corridas de toros? ¿Por qué, aduciendo con justicia que los animales no deben ser maltrata-
dos (adoptarlos como mascotas o juguetes de compañía no implica maltrato), pero también
invocando razones tan peregrinas como que son dignos, o deberían serlo en cuanto que
seres vivos, de los mismos derechos que las personas, y que el propio Estado debiera ha-
cerse cargo de su bienestar, pretenden acabar con los festejos que tienen a los animales
como protagonistas (peleas de gallos y de perros, carreras de caballos y de galgos, entre
otros), con el deporte de la caza, con los burrotaxis, con las granjas de pollos, cerdos, etc.,
con la exhibición de animales en los circos, con la cría de palomas…, todos ellos vicios de la
derecha? A uno no le cabe en la cabeza (no la tiene muy grande y, por añadidura, al parecer,
no del todo cabal) que a esta serie de maximalismos, unos más prudentes que otros, se le
pueda llamar progreso. Progreso sería, en el supuesto de que los animales llegaran a alcan-
zar el estatus que la progresía pretende para ellos, que los hombres alcanzaran el estatus
de los animales. A más, uno se pregunta si alimañas, sabandijas y bichos deberían ser con-
siderados a todos los efectos como animales de pleno derecho. Y, si así fuera, ¿por qué uno
ha tenido que ver a más de un animalista taparse los ojos porque le repugnaba una lombriz,
o a más de una animalista ponerse a gritar por la presencia de una araña y subirse a una
mesa o una silla y sofaldarse escandalizada por la aparición de una rata, un ratón o un to-
pillo? ¿Habrá que dejar que las moscas lo coman a uno y que los mosquitos lo piquen y que
las polillas lo dejen en cueros? El hombre que mate un insecto ¿será juzgado por homicidio?
Bien está que la progresía sueñe y sea de pensamiento tan elevado, pero, al menos de vez
en cuando, debiera tocar tierra y comprobar que entre los de su especie hay muchísimos
problemas que exigirían cierta atención por su parte; por ejemplo, la pobreza, la vejez de-
satendida, la violencia dentro de las familias y en la calle. Y no, contra la pobreza, en vez de
crear las condiciones económicas que habrían de paliarla, y a pesar de haber denostado la
caridad cristiana y haber hecho suyo el lema “No le des un pez. Enséñale a pescar”, se de-
dican a pedir y dar subvenciones que son pan para hoy y hambre para mañana, y a auspiciar
la inmigración, que, al no encontrar donde ocuparse por estar saturado el mercado de tra-
bajo, en vez de contribuir a la creación de riqueza y a asegurar el pago de las pensiones,
como gustan de esgrimir engañosamente sus defensores, no hace sino incrementar la factura
del gasto social y crear malestar entre los autóctonos, tanto entre los que pagan impuestos,
que, piensan, sin esa carga, tendrían que pagar menos, como entre los más desfavorecidos,
que, juzgan, siendo menos a repartir, recibirían más y mejores prestaciones. A uno, a estas
alturas de su existencia y con esa pequeña ―optimista que es uno― tara cognitiva que se-
guramente le impide ser clarividente, le parece que la progresía busca más epatar que con-
tribuir a solucionar los problemas del común de los mortales. Y eso que son ocurrentes.
Además del de la pobreza, citaba asimismo el problema de la vejez. ¿Qué se le ha ocurrido
a la progresía para dar a los ancianos la atención que merecen? Facilitar la creación de asilos
privados, por la falta angustiosa de plazas en los centros estatales para mayores (a propó-
sito, uno está asilado en uno de estos, y tutorizado ―hacen de uno lo que quieren― por
quien es su director). Y también ―con lo que voy a decir podría comulgar uno tranquilamente
si no se pusieran trabas de ningún tipo en el texto legal correspondiente― despenalizar la
eutanasia activa. También citaba la lacra de la violencia familiar y zascandil. Para combatir
la primera ―hay que advertir que la progresía reconoce ocho tipos diferentes de familia―,
se ha sacado de la chistera la llamada ley de violencia de género, solo aplicable si la víctima
es una mujer y el agresor, un hombre; si sucede al revés, no hay violencia de género, pa-