Coge su cesta y yo la mía, y ambos nos dirigimos a la puerta que da acceso al aparca-
miento. Entonces recuerdo que me debe una respuesta.
―¿Por qué no quieres hablar de eso?
Abre la puerta. Sale al aire de la noche y sin mirarme, se dirige a su coche, aparcado
en la segunda fila. La miro abrir la puerta, introducir la cesta de la compra, mirar al cielo de
la blanca luna inamovible.
La miro fijamente, mientras se aferra a la puerta para sostenerse en pie.
―¿Sabes? ―me grita―, la culpa siempre fue suya.
Manuel Prado Antúnez
Asís G. Ayerbe