Culdbura 12 Culdbura 12 | Page 52

―Me dormirás entre tus recuerdos borrosos en cuanto acabes de erizar mi piel. ―No sólo, que te levitaré camino de la estasis y te devolveré sana y salva. Un beso tan cerca del sexo avaro, que se desencapucha; y que asemeja vaya a tragar sin constreñir a la cuchara y el cucharón. Un beso desencadenante del serpentear del cuerpo repleto de lujuria, aun atado a barras de triste aluminio antiquísimo y desconchado. Un beso alargado al amparo de la longitud excesiva de las esperadas piernas ampliadas, proseguidas en un eternizado instante extendido. ―Ármame, que soy tu rompecabezas ―Un rompecabezas maniatado y que sólo puede aguardar lo que yo le descubra. ―Adelante, muchachito, a ver qué eres capaz de realizarme. ―Todo lo que florece como lirio de nube. La acogió entre sus manos como quien recoge de la yerba el imperdible caído o la pis- tola perdida. La acogió entre sus manos como el imberbe muchachito enfriado acoge el tazón de metal esmaltado que contiene la leche hirviendo mezclada con coñá. Y con coña se asoma entre las piernas para pintar del color de su ansia la vulva, con la cuchara de madera como pincel redentor. ―Cariño, con algo que no sea tan frío. Se alzó como Poseidón que emergiera de los océanos más profundos, con la altura de una hora repleta de tristeza contenida, con la corpulencia de un grano de maíz inflado y con- vertido en palomita de sesión tardía en un cine nocturno, con la mirada asida a los senos de pelotas de tenis que lo obligaban a balancearse así lo haría alguien que tuviera más peso en una pierna que en otra y viceversa, con el ombligo como un garfio amarrado al ombligo como una escarpia que le aferra con la fuerza de mil hombres que evitan el afloja, su flojera, y se deja ir como una ola inmensa que arremetiera de repente contra un acantilado desco- munal pero hueco, ola que se abalanza contra la tierra firme que aguanta el envite alzando su cuerpo hacia el cielo como quien iza un puente. ―¿Por qué no quieres nunca hablar de eso? ―Creo que nunca más nos volveremos a ver. ―Deberíamos ahondar en nuestras vidas ―No lo creo. ―¿Hablemos de eso, quieres? Ella se alzó sobre la desnudez que la cubría y por toda contestación, se zafó de su ím- petu y, vestida, se largó con viento y portazo. Puro aspaviento. Ahondar, ella era de las que ahondaban, pero también de las que callaban, sobre todo de aquello de lo que nunca se debía ni ella quería ni a nadie le permitía hablar. Ahondar, quería ahondar sobre lo que la había traspuesto a su humor sano en ira y que remarca ella misma con excesivos ademanes abrasivos de sus manos, que abanican al aire mismo. ¡Vamos a tomar café! Una orden que en voz restalla como el látigo el domador de circo sobre la arena de la pista central. Nada bueno presagia el que me ordene y mande que la siga con la lengua fuera y la boca abierta, que va a zancadas y se desplaza sin aguardar a los que la acompañan y sólo silabea entre dientes palabras ininteligibles que vuelan a sus propios oídos. Ahondar quiere ahondar, pero no precisa hablar de lo que no debe ni quiere. Acodada sobre la barra del bar me aguarda, que llego tarde, imposible seguir sus zancadas al pie mismo, sólo perseguir su sombra, a la que tampoco nunca se alcanza, oculta en su cintura. ―¡No lo vas a creer! Antes pedimos los dos cafés de rigor al camarero que quiso ser torero y lo expresó en el nombre del bar que regenta hasta la saciedad entre toda la suciedad que se pueda reunir entre todos los Diógenes del mundo. ―¡Cuánta tristeza! ―¿Tanta? ―No te hagas el tonto ―¿Tanto?