en las habitaciones de moteles baratos. Solfa de los isquiotibiales, de los bíceps y sus anta-
gonistas, del soleo que mantiene el equilibrio con la fuerza de un titán, apretando sobre el
mundo, del extensor de los dedos del pie cuando él se pone de puntillas para alcanzar con
la puntita de la lengua la puntita de risueña nariz que le proclama su oniromancia.
―¡Dios, hazme reír, hazme llorar, embálsame, por Dios, entra, ingresa entremétete,
entra de rondón, o de cabeza, invádeme, adelante, no eres intruso y soy accesible, entre-
téjeme, sé mi corteza, mi cáscara, estúchame, amánsame como no lo lleva a cabo mi marido
nunca, ahorcájate en mí como un jinete libre y salvaje, domestícame, ensancha mi entereza,
haz de mi corazón, tripas, haz de mi virtud, necesidad, rompe mi insensibilidad con el com-
pás de tu tamaño!
Allí se vino abajo con un mordisco en el cuello del deseado y las uñas clavadas en su
espalda. No lo noto, él mismo se deseslabonó, se desengarzó y tomó la dirección de la al-
mohada, mientras la veía a ella acercarse morronga a la redondilla retórica en delectación
morosa.
―La ornamentaré de nuevo con la palabra pita pitera cabuya jeniquera, pirateada por
mi lengua salivosa en la gloria armada ―le pincelaba embadurnada ella en su pene plan-
chado.
―Al pendolaje, hay derecho por carta de marca de alcanzar tus senos con mis manos
parásitas y purpurina para la pirotecnia.
―Sé salvaje y no adornes paisajes. Muerde con desenfreno en mis profundidades, es-
trella errante.
No pudo si no, a buen paso, comenzar de nuevo la tarea de la complacencia. No pudo
si no, con agrado, quitarse el amargor de la boca de tantos años con otra que se equivoca.
No pudo si no enajenadamente voraz, perseguir, sibarita voraz, mundanal, el fruir y el solaz.
No pudo si no encenegado, correr, regodeado mantecón, hacia aquel lugar donde sólo se
cabe contento y cuanto más contento, más si cabe, se cabe. No pudo si no, lujurioso en la
mirada, estar en su centro que era el centro fruente que a su frente se abría como un frente
sin defensas, para que se recreara en la conquista, y en la rendición. No pudo si no, salvaje,
gozar en la blandura dulce de la holganza mientras se le caía la baba con tanto mundanal
profanamiento.
―Sé simiesco catirrino, platirrino, antropoideo, no, no, no cejes en la falda, prosigue a
la cumbre, encúmbrame en cada escabrosidad que topes en tu camino a la cima, conjúntame
con tu piel, mézclame enhacinada con la harina, desgástame, corróeme, atraviésame de pri-
vilegios, no digas para tu sayo lo que puedes estallar orogénico, citramontano, encastíllanos
en el ala de un mosquito, oscilemos, ondulémonos, vibremos agitados en el deslizamiento
de nuestros cuerpos, trasladémonos de tránsito en tránsito en una danza sin pasos, entre
frotación y frotamiento, así, así, así, molienda, machacamiento, pistadero, concomio, ines-
tabilidad, portátil, rebulle, hormiguea, de quita y pon, de pon y quita, locomovible, no es-
peres más, no, sé lanzadera…
―¡Bien! ―gritó como en un rito nacional vocifera quien porta la banderita, y la agita.
Se agitaron como botellas de champán en manos de un niño de teta, que las porta,
portátil, en su silla de confortable sillín, allí donde le apartan para que se duerma, que va de
viaje por un camino que le mece con sus múltiples vaivenes. Explotaron como pirotecnia en
un día festivo de un pueblo del sur de la península que no sabe muy bien que festeja salvo
lanzar la propia pirotecnia.
Se descargaron como se desagua el agua de un depósito que lleva cientos de años
acumulándola y que ya se ha podrido en su interior; y al que le han horadado un enorme
agujero, a vómitos aventados. Se desplegaron amplificativamente con tensión difusiva, des-
perezando una tensión a sobre haz, recién descubierta.
Extrajeron de sí mismos hasta la ausencia con sacacorchos de fantástica punta, hasta
el histriónico esperpento formularon con sus movimientos de adulante adhesión a la inso-
noridad y sellaron los labios con cada beso y se sobreentendieron con el serpenteante cim-
brear de sus caderas eróticas.