El perro del panadero
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Es realmente ingrato trasnochar, mal dormir y madrugar, para comenzar el día pasando
del fuego de la boca del horno, al frío invernal que se acentúa con el chorro de agua de la
fuente que golpea sobre los calderos y me salpica los pies en su acarreo hasta el obrador.
Hay que amasar, hacer bolas, hornear, barrer los ladrillos candentes del suelo, y con-
tinuar con la hornada siguiente. Lo único que se hace por sí solo es fermentar la masa, que
aún así podría complicarse si le atacase alguna corriente de aire maligno.
Con esta premisa, no puedo por menos que acordarme de aquel dicho que tan sabia-
mente repetía mi abuelo y que ahora se me antoja indiscutible. ¿Cómo era aquello?
¡Ah! Sí, ya lo recuerdo: “de panadero a cabrón, solo falta un escalón”.
Bueno, pues no sé si he bajado soñoliento al obrador, o lo he soñado, pero en el último
peldaño
de la es-
c a l e ra
dormi-
taba tum-
bado mi
perro Be-
nifusco,
que
in-
tentaba
aprove-
char con
su barriga
y
sus
p a t a s
todo
el
frescor de
las baldo-
sas.
Me
ha cedido
el paso,
me ha sa-
ludado
con reve-
rencia,
creo, y se
ha vuelto
a su re-
llano dor-
mitorio.
No me fio
mucho de
e s t e
perro, me
gustaba
más
su
p a d r e
Fusco.
Aquel di-
f u n t o
ejemplar
sí que era
un autén-
tico y ver-
dadero
amigo del
hombre.
Este
hijo
de
perra, es otra cosa, bueno, realmente es un macarra. Un engendro de aquel pointer de morro
partido y una perdiguera legañosa, que dio como resultado este encaste golfo y bellezón,