Cuentos de los Herm anos Grimm
EDITORIAL DIG ITAL - IMPRENTA NAC IONAL
costa rica
-¿Queréis ayudarme? -añadió la vieja viendo que se detenía-; aún tenéis las espaldas derechas y
las piernas fuertes: esto no es nada para vos. Además, mi casa no está lejos de aquí: está en un
matorral, al otro lado de la colina. Treparéis allá arriba en un instante.
El joven tuvo compasión de la vieja, y le dijo:
-Verdad es que mi padre no es labrador, sino un conde muy rico; sin embargo, para que veáis que
no son sólo los pobres los que saben llevar una carga, os ayudaré a llevar la vuestra.
-Si lo hacéis así, -contestó la vieja-, me alegraré mucho. Tendréis que andar una hora; ¿pero qué os
importa? También llevaréis las peras y las manzanas.
El joven conde comenzó a reflexionar un poco cuando le hablaron de una hora de camino; pero la
vieja no le dejó volverse atrás, le colgó el saco a las espaldas y le puso en las manos los dos cestos.
-Ya veis, -le dijo-, que eso no pesa nada.
-No, esto pesa mucho, -repasó el conde haciendo un gesto horrible-; vuestro saco es tan pesado,
que cualquiera diría que está llenó de piedras; las manzanas y las peras son tan pesadas como el
plomo; apenas tengo fuerza para respirar.
Tenía muchas ganas de dejar su carga, pero la vieja no se lo permitió.
-¡Bah! no creo, -le dijo con tono burlón-, que un señorito tan buen mozo, no pueda llevar lo que
llevo yo constantemente, tan vieja como soy. Están prontos a ayudaros con palabras, pero si se
llega a los hechos, sólo procuran esquivarse. ¿Por qué, añadió, os quedáis así titubeando? En
marcha, nadie os librará ya de esa carga.
Mientras caminaron por la llanura, el joven pudo resistirlo; pero cuando llegaron a la montaña
y tuvieron que subirla, cuando las piedras rodaron detrás de él como si hubieran estado vivas, la
fatiga fue superior a sus fuerzas. Las gotas de sudor bañaban su frente, y corrían frías unas veces y
otras ardiendo por todas las partes de su cuerpo.
-Ahora, -le dijo-, no puedo más, voy a descansar un poco.
-No, -dijo la vieja-, cuando hayamos llegado podréis descansar; ahora hay que andar. ¿Quién sabe
si esto podrá servirte para algo?
-Vieja, eres muy descarada, -dijo el conde.
Y quiso deshacerse del saco, mas trabajó en vano, pues el saco estaba tan bien atado como si
formara parte de su espalda. Se volvía y revolvía, pero sin conseguir soltar la carga.
La vieja se echó a reír, y se puso a saltar muy alegre con su muleta.
-No os incomodéis, mi querido señorito, -le dijo-, estáis en verdad encarnado como un gallo;
llevad vuestro fardo con paciencia; cuando lleguemos a casa os daré una buena propina.
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