martillazos todo lo que encontraban a su paso. Los golpes se oían
en toda Lombardía y en media Suiza. Niños tan altos como la cola
de un gato se habían agarrado a armarios tan grandes como
guardacostas y los demolieron escrupulosamente hasta que sólo
quedó un montoncito de virutas. Los bebés de los parvularios, tan
lindos y graciosos con sus delantalitos rosa y celeste, pisoteaban
diligentemente los juegos de café reduciéndolos a un finísimo
polvo, con el que se empolvaban la nariz. Al final del primer día
no quedó ni un vaso entero. Al final del segundo día escaseaban
las sillas. El tercer día los niños se dedicaron a las paredes,
empezando por el último piso; pero cuando llegaron al cuarto,
agotados y cubiertos de polvo como los soldados de Napoleón en el
desierto, se fueron con la música a otra parte, regresando a casa
tambaleantes, y se acostaron sin cenar.
Se habían ya desahogado por completo y no encontraban ya
ningún placer en romper nada; de repente, se habían vuelto tan
delicados y ligeros como las mariposas, y aunque hubiesen jugado
al fútbol en un campo de vasos de cristal no hubiesen roto ni uno
solo.
El perito Cangrejón hizo más cálculos y demostró que la
ciudad de Busto Arsizio se había ahorrado dos remillones y siete
centímetros.
El Ayuntamiento dejó libertad a sus ciudadanos para que
hiciesen lo que quisieran con lo que todavía quedaba en pie del
edificio. Y entonces pudo verse cómo ciertos señores con carteras
de cuero y con gafas de lentes bifocales – magistrados, notarios,
consejeros delegados – se armaban de un martillo y corrían a
demoler una pared o una escalera, golpeando tan entusiasmados
que a cada golpe se sentían rejuvenecer. – Esto es mejor que
discutir con mi esposa – decían alegremente-, es mejor que
romper los ceniceros o el mejor juego de vajilla, regalo de tía
Mirina...
Y venga martillazos.
En señal de gratitud, la ciudad de Busto Arsizio le impuso
una medalla con un agujero de plata al perito Cangrejon
Hace tiempo, la gente de Busto Arsizio estaba preocupada porque los
niños lo rompían todo. No hablamos de las suelas de
los zapatos, de los pantalones y de las carteras escolares, no:rompían
los cristales jugando a pelota, rompían los platos en la mesa y los vasos
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