agotados y cubiertos de polvo como los soldados de Napoleón en el desierto,
se fueron con la música a otra parte, regresando a casa
tambaleantes, y se acostaron sin cenar.
Se habían ya desahogado por completo y no encontraban ya
ningún placer en romper nada; de repente, se habían vuelto tan
delicados y ligeros como las mariposas, y aunque hubiesen jugado al fútbol en
un campo de vasos de cristal no hubiesen roto ni uno solo.
El perito Cangrejón hizo más cálculos y demostró que la
ciudad de Busto Arsizio se había ahorrado dos remillones y siete
centímetros.
El Ayuntamiento dejó libertad a sus ciudadanos para que
hiciesen lo que quisieran con lo que todavía quedaba en pie del
edificio. Y entonces pudo verse cómo ciertos señores con carteras
de cuero y con gafas de lentes bifocales – magistrados, notarios,
consejeros delegados – se armaban de un martillo y corrían a
demoler una pared o una escalera, golpeando tan entusiasmados
que a cada golpe se sentían rejuvenecer. – Esto es mejor que
discutir con mi esposa – decían alegremente-, es mejor que
romper los ceniceros o el mejor juego de vajilla, regalo de tía
Mirina...
Y venga martillazos.
En señal de gratitud, la ciudad de Busto Arsizio le impuso una medalla con un
agujero de plata al perito Cangrejón.
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