Por Iván Gallo
Bogotá, Colombia
Muchachos, han oído bien, la guerra ha terminado. Lo que queda
es hacer tu propio trago con thinner, crear una mujer de arena y
follarla allí mismo en la playa. Acabaron las largas horas de asueto
mirando al mar mientras te masturbas compulsivamente. Hay que
volver a la realidad, reinsertarse en la sociedad y tratar de fingir que
en tres años de confrontaciones no se mató a nadie. Pobres chicos,
han visto demasiado para ser inocentes.
El sueño americano se abre ante ustedes. ¡Son norteamericanos y
el mundo les pertenece! Al menos eso es lo que dice un psicólogo
a Freddie Quell, a quien no le queda otro camino que creérselo,
a pesar de que para enfrentar la realidad sólo tiene una licorera
de plata en el bolsillo del pantalón llena de ese misterioso trago
preparado por él mismo y una cámara para tomar fotos.
Intenta ser alguien haciendo retratos en un centro comercial.
Gemelos, parejitas de novios, la querida de un gerente, todos
quieren convertirse en un cuadro de Norman Rockwell. Un día,
posa ante él el americano promedio. Un hombre robusto y alto que
en su sombrero y su traje lleva impresa la indeleble marca de la
prosperidad. Seguramente este tipo no ha sentido el miedo de un
bombardeo o todavía no ha tenido que despedazar un cuerpo a
punta de bayoneta limpia para mantener a salvo al país, y sin embargo el sistema lo ha premiado. Tendrá una casa, una mujer que
al mediodía le sirve el almuerzo y en la noche mantiene caliente
su cama, un auto y dos hijos puros y católicos. Freddie empieza a
molestarlo, le pone los reflectores de luz en la nuca para que sude
como un cerdo, lo hace esperar, lo acosa y al final el tipo estalla y
Quell, el soldado que esperaba el final de la guerra en una isla del
Pacífico Sur, ha vuelto a quedar libre en su caída interminable.
Se va al campo y recoge lechugas. Celebra la siembra preparando su
trago. Se lo da a un hombre muy viejo que le recuerda a su padre. El
anciano bebe, el trago le sienta mal y cae inconsciente en su catre.
Los hijos lo acusan de haberlo envenenado. Cuando ve que ninguna
explicación suya aplacará la ira de los muchachos, tendrá que abrir
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la puerta y salir corriendo. Afuera el amanecer y los interminables
plantíos. Otra vez la insoportable sensación de estar flotando, de
no pertenecer a ningún sitio.
Imaginamos que pasa el tiempo. El hombre camina por un puerto
justo cuando el día empieza a convertirse en noche. Un barco está a
punto de zarpar. Hay g