lanzaba una mirada en torno de él. También este hombre parecía presa de
cierta agitación interna.
II
Raskolnikof no estaba acostumbrado al trato con la gente y, como ya hemos
dicho últimamente incluso huía de sus semejantes. Pero ahora se sintió de
pronto atraído hacia ellos. En su ánimo acababa de producirse una especie de
revolución. Experimentaba la necesidad de ver seres humanos. Estaba tan
hastiado de las angustias y la sombría exaltación de aquel largo mes que
acababa de vivir en la más completa soledad, que sentía la necesidad de
tonificarse en otro mundo, cualquiera que fuese y aunque sólo fuera por unos
instantes. Por eso estaba a gusto en aquella taberna, a pesar de la suciedad
que en ella reinaba. El tabernero estaba en otra dependencia, pero hacía
frecuentes apariciones en la sala. Cuando bajaba los escalones, eran sus
botas, sus elegantes botas bien lustradas y con anchas vueltas rojas, lo que
primero se veía. Llevaba una blusa y un chaleco de satén negro lleno de
mugre, e iba sin corbata. Su rostro parecía tan cubierto de aceite como un
candado. Un muchacho de catorce años estaba sentado detrás del mostrador;
otro más joven aún servía a los clientes. Trozos de cohombro, panecillos
negros y rodajas de pescado se exhibían en una vitrina que despedía un olor
infecto. El calor era insoportable. La atmósfera estaba tan cargada de vapores
de alcohol, que daba la impresión de poder embriagar a un hombre en cinco
minutos.
A veces nos ocurre que personas a las que no conocemos nos inspiran un
interés súbito cuando las vemos por primera vez, incluso antes de cruzar una
palabra con ellas. Esta impresión produjo en Raskolnikof el cliente que
permanecía aparte y que tenía aspecto de funcionario retirado. Algún tiempo
después, cada vez que se acordaba de esta primera impresión, Raskolnikof la
atribuía a una especie de presentimiento. Él no quitaba ojo al supuesto
funcionario, y éste no sólo no cesaba de mirarle, sino que parecía ansioso de
entablar conversación con él. A las demás personas que estaban en la taberna,
sin excluir al tabernero, las miraba con un gesto de desagrado, con una
especie de altivo desdén, como a personas que considerase de una esfera y
de una educación demasiado inferiores para que mereciesen que él les
dirigiera la palabra.
Era un hombre que había rebasado los cincuenta, robusto y de talla media. Sus
escasos y grises cabellos coronaban un rostro de un amarillo verdoso,
hinchado por el alcohol. Entre sus abultados párpados fulguraban dos ojillos
encarnizados pero llenos de vivacidad. Lo que más asombraba de aquella
fisonomía era la vehemencia que expresaba y acaso también cierta finura y un
resplandor de inteligencia , pero por su mirada pasaban relámpagos de locura.
Llevaba un viejo y desgarrado frac, del que sólo quedaba un botón, que
mantenía abrochado, sin duda con el deseo de guardar las formas. Un chaleco
de nanquín dejaba ver un plastrón ajado y lleno de manchas. No llevaba barba,
esa barba característica del funcionario, pero no se había afeitado hacía
tiempo, y una capa de pelo recio y azulado invadía su mentón y sus carrillos.
Sus ademanes tenían una gravedad burocrática, pero parecía profundamente
agitado. Con los codos apoyados en la grasienta mesa, introducía los dedos en
su cabello, lo despeinaba y se oprimía la cabeza con ambas manos, dando
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