de su cara. Sus facciones, extremadamente finas, sólo expresaban cierto
descaro.
Miró a Raskolnikof al soslayo e incluso con una especie de indignación. Su
aspecto era por demás miserable, pero su actitud no tenía nada de modesta.
Raskolnikof cometió la imprudencia de sostener con tanta osadía aquella
mirada, que el funcionario se sintió ofendido.
¿Qué haces aquí tú? exclamó éste, asombrado sin duda de que semejante
desharrapado no bajara los ojos ante su mirada fulgurante.
He venido porque me han llamado repuso Raskolnikof . He recibido una
citación.
Es ese estudiante al que se reclama el pago de una deuda se apresuró a
decir el secretario, levantando la cabeza de sus papeles . Aquí está y presentó
un cuaderno a Raskolnikof, señalándole lo que debía leer.
«¿Una deuda...? ¿Qué deuda? pensó Raskolnikof . El caso es que ya estoy
seguro de que no se me llama por... aquello.»
Se estremeció de alegría. De súbito experimentó un alivio inmenso, indecible,
un bienestar inefable.
Pero ¿a qué hora le han dicho que viniera? le gritó el ayudante, cuyo mal
humor había ido en aumento . Le han citado a las nueve y media, y son ya más
de las once.
No me han entregado la citación hasta hace un cuarto de hora repuso
Raskolnikof en voz no menos alta. Se había apoderado de él una cólera
repentina y se entregaba a ella con cierto placer . ¡Bastante he hecho con venir
enfermo y con fiebre!
¡No grite, no grite!
Yo no grito; estoy hablando como debo. Usted es el que grita. Soy estudiante y
no tengo por qué tolerar que se dirijan a mí en ese tono.
Esta respuesta irritó de tal modo al oficial, que no pudo contestar en seguida:
sólo sonidos inarticulados salieron de sus contraídos labios. Después saltó de
su asiento.
¡Silencio! ¡Está usted en la comisaría! Aquí no se admiten insolencias.
¡También usted está en la comisaría! replicó Raskolnikof , y, no contento con
proferir esos gritos, está fumando, lo que es una falta de respeto hacia todos
nosotros.
Al pronunciar estas palabras experimentaba un placer indescriptible.
El secretario presenciaba la escena con una sonrisa. El fogoso ayudante
pareció dudar un momento.
¡Eso no le incumbe a usted! respondió al fin con afectados gritos . Lo que ha
de hacer es prestar la declaración que se le pide. Enséñele el documento,
Alejandro Grigorevitch. Se ha presentado una denuncia contra usted. ¡Usted no
paga sus deudas! ¡Buen pájaro está hecho!
Pero Raskolnikof ya no le escuchaba: se había apoderado ávidamente del
papel y trataba, con visible impaciencia, de hallar la clave del enigma. Una y
otra vez leyó el documento, sin conseguir entender ni una palabra.
Pero ¿qué es esto? preguntó al secretario.
Un efecto comercial cuyo pago se le reclama. Ha de entregar usted el importe
de la deuda, más las costas, la multa, etcétera, o declarar por escrito en qué
fecha podrá hacerlo. Al mismo tiempo, habrá de comprometerse a no salir de la
capital, y también a no vender ni empeñar nada de lo que posee hasta que
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