«¡Esto es una celada! Quieren atraerme, cogerme desprevenido pensó
mientras se dirigía a la escalera . Lo peor es que estoy aturdido, que puedo
decir lo que no debo.»
Ya en la escalera, recordó que las joyas robadas estaban aún donde las había
puesto, detrás del papel despegado y roto de la pared de la habitación.
«Tal vez hagan un registro aprovechando mi ausencia.»
Se detuvo un momento, pero era tal la desesperación que le dominaba, era su
desesperación. Tan cínica, tan profunda, que hizo un gesto de impotencia y
continuó su camino.
«¡Con tal que todo termine rápidamente...!»
El calor era tan insoportable como en los días anteriores. Hacía tiempo que no
había caído ni una gota de agua. Siempre aquel polvo aquellos montones de
cal y de ladrillos que obstruían las calles. Y el hedor de las tiendas llenas de
suciedad, y de las tabernas, y aquel hervidero de borrachos, buhoneros,
coches de alquiler...
El fuerte sol le cegó y le produjo vértigos. Los ojos le dolían hasta el extremo
de que no podía abrirlos. (Así les ocurre en los días de sol a todos los que
tienen fiebre.)
Al llegar a la esquina de la calle que había tomado el día anterior dirigió una
mirada furtiva y angustiosa a la casa... y volvió enseguida los ojos.
«Si me interrogan, tal vez confiese», pensaba mientras se iba acercando a la
comisaría.
La comisaría se había trasladado al cuarto piso de una casa nueva situada a
unos trescientos metros de su alojamiento. Raskolnikof había ido una vez al
antiguo local de la policía, pero de esto hacía mucho tiempo.
Al cruzar la puerta vio a la derecha una escalera, por la que bajaba un mujik
con un cuaderno en la mano.
«Debe de ser un ordenanza. Por lo tanto, esa escalera conduce a la
comisaría.»
Y, aunque no estaba seguro de ello, empezó a subir. No quería preguntar a
nadie.
«Entraré, me pondré de rodillas y lo confesaré todo», pensaba mientras se iba
acercando al cuarto piso.
La escalera, pina y dura, rezumaba suciedad. Las cocinas de los cuatro pisos
daban a ella y sus puertas estaban todo el día abiertas de par en par. El calor
era asfixiante. Se veían subir y bajar ordenanzas con sus carpetas debajo del
brazo, agentes y toda suerte de individuos de ambos sexos que tenían algún
asunto en la comisaría. La puerta de las oficinas estaba abierta. Raskolnikof
entró y se detuvo en la antesala, donde había varios mujiks. El calor era allí tan
insoportable como en la escalera. Además, el local estaba recién pintado y se
desprendía de él un olor que daba náuseas.
Después de haber esperado un momento, el joven pasó a la pieza contigua.
Todas las habitaciones eran reducidas y bajas de techo. La impaciencia le
impedía seguir esperando y le impulsaba a avanzar. Nadie le prestaba la
menor atención. En la segunda dependencia trabajaban varios escribientes que
no iban mucho mejor vestidos que él. Todos tenían un aspecto extraño.
Raskolnikof se dirigió a uno de ellos.
¿Qué quieres?
El joven le mostró la citación.
¿Es usted estudiante? preguntó otro, tras haber echado una ojeada al papel.
65