Inmediatamente subió a su habitación, sin encontrar a nadie en la escalera. La
puerta del departamento de la patrona estaba cerrada.
Ya en su aposento, se echó vestido en el diván y quedó sumido en una especie
de inconsciencia que no era la del sueño. Si alguien hubiese entrado entonces
en el aposento, Raskolnikof, sin duda, se habría sobresaltado y habría
proferido un grito. Su cabeza era un hervidero de retazos de ideas, pero él no
podía captar ninguno, por mucho que se empeñaba en ello.
SEGUNDA PARTE
I
Raskolnikof permaneció largo tiempo acostado. A veces, salía a medias de su
letargo y se percataba de que la noche estaba muy avanzada, pero no
pensaba en levantarse. Cuando el día apuntó, él seguía tendido de bruces en
el diván, sin haber logrado sacudir aquel sopor que se había adueñado de todo
su ser.
De la calle llegaron a su oído gritos estridentes y aullidos ensordecedores.
Estaba acostumbrado a oírlos bajo su ventana todas las noches a eso de las
dos. Esta vez el escándalo lo despertó. «Ya salen los borrachos de las
tabernas se dijo Deben de ser más de las dos.»
Y dio tal salto, que parecía que le habían arrancado del diván.
«¿Ya las dos? ¿Es posible?»
Se sentó y, de pronto, acudió a su memoria todo lo ocurrido.
En los primeros momentos creyó volverse loco. Sentía un frío glacial, pero esta
sensación procedía de la fiebre que se había apoderado de él durante el
sueño. Su temblor era tan intenso, que en la habitación resonaba el castañeteo
de sus dientes. Un vértigo horrible le invadió. Abrió la puerta y estuvo un
momento escuchando. Todo dormía en la casa. Paseó una mirada de asombro
sobre sí mismo y por todo cuanto le rodeaba. Había algo que no comprendía.
¿Cómo era posible que se le hubiera olvidado pasar el pestillo de la puerta?
Además, se había acostado vestido e incluso con el sombrero, que se le había
caído y estaba allí, en el suelo, al lado de su almohada.
«Si alguien entrara, creería que estoy borracho, pero...»
Corrió a la ventana. Había bastante claridad. Se inspeccionó cuidadosamente
de pies a cabeza. Miró y remiró sus ropas. ¿Ninguna huella? No, así no podía
verse. Se desnudó, aunque seguía temblando por efecto de la fiebre, y volvió a
examinar sus ropas con gran atención. Pieza por pieza, las miraba por el
derecho y por el revés, temeroso de que le hubiera pasado algo por alto. Todas
las prendas, hasta la más insignificante, las examinó tres veces.
Lo único que vio fue unas gotas de sangre coagulada en los desflecados
bordes de los bajos del pantalón. Con un cortaplumas cortó estos flecos.
Se dijo que ya no tenía nada más que hacer. Pero de pronto se acordó de que
la bolsita y todos los objetos que la tarde anterior había cogido del arca de la
vieja estaban todavía en sus bolsillos. Aún no había pensado en sacarlos para
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