Buena idea.
Los dos se dispusieron a bajar.
No dijo el joven ; usted quédese aquí. Iré yo a buscar al portero.
¿Por qué he de quedarme?
Nunca se sabe lo que puede ocurrir.
Bien, me quedaré.
Óigame: estoy estudiando para juez de instrucción. Aquí hay algo que no está
claro; esto es evidente..., ¡evidente!
Después de decir esto en un tono lleno de vehemencia, el joven empezó a
bajar la escalera a grandes zancadas.
Cuando se quedó solo, Koch llamó una vez más, discretamente, y luego,
pensativo, empezó a sacudir la puerta para convencerse de que el cerrojo
estaba echado. Seguidamente se inclinó, jadeante, y aplicó el ojo a la
cerradura. Pero no pudo ver nada, porque la llave estaba puesta por dentro.
En pie ante la puerta, Raskolnikof asía fuertemente el mango del hacha. Era
presa de una especie de delirio. Estaba dispuesto a luchar con aquellos
hombres si conseguían entrar en el departamento. Al oír sus golpes y sus
comentarios, más de una vez había estado a punto de poner término a la
situación hablándoles a través de la puerta. A veces le dominaba la tentación
de insultarlos, de burlarse de ellos, e incluso deseaba que entrasen en el piso.
«¡Que acaben de una vez! p, pensaba.
Pero ¿dónde se habrá metido ese hombre? murmuró el de fuera.
Habían pasado ya varios minutos y nadie subía. Koch empezaba a perder la
calma.
Pero ¿dónde se habrá metido ese hombre? gruñó.
Al fin, agotada su paciencia, se fue escaleras abajo con su paso lento, pesado,
ruidoso.
«¿Qué hacer, Dios mío
Raskolnikof descorrió el cerrojo y entreabrió la puerta. No se percibía el menor
ruido. Sin más vacilaciones, salió, cerró la puerta lo mejor que pudo y empezó
a bajar. Inmediatamente sólo había bajado tres escalones oyó gran alboroto
más abajo. ¿Qué hacer? No había ningún sitio donde esconderse... Volvió a
subir a toda prisa.
¡Eh, tú! ¡Espera!
El que profería estos gritos acababa de salir de uno de los pisos inferiores y
corría escaleras abajo, no ya al galope, sino en tromba.
¡Mitri, Mitri, Miiitri! vociferaba hasta desgañitarse . ¿Te has vuelto loco? ¡Así
vayas a parar al infierno!
Los gritos se apagaron; los últimos habían llegado ya de la entrada. Todo
volvió a quedar en silencio. Pero, transcurridos apenas unos segundos, varios
hombres que conversaban a grandes voces empezaron a subir
tumultuosamente la escalera. Eran tres o cuatro. Raskolnikof reconoció la
sonora voz del joven de antes.
Comprendiendo que no los podía eludir, se fue resueltamente a su encuentro.
«¡Sea lo que Dios quiera! Si me paran, estoy perdido, y si S me dejan pasar,
también, pues luego se acordarán de mí.»
El encuentro parecía inevitable. Ya sólo les separaba un piso. Pero, de
pronto..., ¡la salvación! Unos escalones más abajo, a su derecha, vio un piso
abierto y vacío. Era el departamento del segundo, donde trabajaban los
pintores. Como si lo hubiesen hecho adrede, acababan de salir. Seguramente
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