¡Pero si me trae usted una miseria! Este reloj no vale nada, mi buen amigo. La
vez pasada le di dos hermosos billetes por un anillo que podía obtenerse nuevo
en una joyería por sólo rublo y medio.
Deme cuatro rublos y lo desempeñaré. Es un recuerdo de mi padre. Recibiré
dinero de un momento a otro.
Rublo y medio, y le descontaré los intereses.
¡Rublo y medió! exclamó el joven.
Si no le parece bien, se lo lleva.
Y la vieja le devolvió el reloj. Él lo cogió y se dispuso a salir, indignado; pero, de
pronto, cayó en la cuenta de que la vieja usurera era su último recurso y de que
había ido allí para otra cosa.
Venga el dinero dijo secamente.
La vieja sacó unas llaves del bolsillo y pasó a la habitación inmediata.
Al quedar a solas, el joven empezó a reflexionar, mientras aguzaba el oído.
Hacía deducciones. Oyó abrir la cómoda.
«Sin duda, el cajón de arriba dedujo . Lleva las llaves en el bolsillo derecho.
Un manojo de llaves en un anillo de acero. Hay una mayor que las otras y que
tiene el paletón dentado. Seguramente no es de la cómoda. Por lo tanto, hay
una caja, tal vez una caja de caudales. Las llaves de las cajas de caudales
suelen tener esa forma... ¡Ah, qué innoble es todo esto!»
La vieja reapareció.
Aquí tiene, amigo mío. A diez kopeks por rublo y por mes, los intereses del
rublo y medio son quince kopeks, que cobro por adelantado. Además, por los
dos rublos del préstamo anterior he de descontar veinte kopeks para el mes
que empieza, lo que hace un total de treinta y cinco kopeks. Por lo tanto, usted
ha de recibir por su reloj un rublo y quince kopeks. Aquí los tiene.
Así, ¿todo ha quedado reducido a un rublo y quince kopeks?
Exactamente.
El joven cogió el dinero. No quería discutir. Miraba a la vieja y no mostraba
ninguna prisa por marcharse. Parecía deseoso de hacer o decir algo, aunque ni
él mismo sabía exactamente qué.
Es posible, Alena Ivanovna, que le traiga muy pronto otro objeto de plata...
Una bonita pitillera que le presté a un amigo. En cuanto me la devuelva...
Se detuvo, turbado.
Ya hablaremos cuando la traiga, amigo mío.
Entonces, adiós... ¿Está usted siempre sola aquí? ¿No está nunca su
hermana con usted? preguntó en el tono más indiferente que le fue posible,
mientras pasaba al vestíbulo.
¿A usted qué le importa?
No lo he dicho con ninguna intención... Usted en seguida... Adiós, Alena
Ivanovna.
Raskolnikof salió al rellano, presa de una turbación creciente. Al bajar la
escalera se detuvo varias veces, dominado por repentinas emociones. Al fin, ya
en la calle, exclamó:
¡Qué repugnante es todo esto, Dios mío! ¿Cómo es posible que yo...? No,
todo ha sido una necedad, un absurdo afirmó resueltamente . ¿Cómo ha
podido llegar a mi espíritu una cosa tan atroz? No me creía tan miserable. Todo
esto es repugnante, innoble, horrible. ¡Y yo he sido capaz de estar todo un mes
pen...!
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