Esperó. Al fin las voces dejaron de oírse, cesaron de pronto. Los que
disputaban debían de haberse marchado.
Ya se disponía a salir, cuando la puerta del piso inferior se abrió
estrepitosamente, y alguien empezó a bajar la escalera canturreando.
«Pero ¿por qué harán tanto ruido?», pensó.
Cerró de nuevo la puerta, y de nuevo esperó. Al fin todo quedó sumido en un
profundo silencio. No se oía ni el rumor más leve. Pero ya iba a bajar, cuando
percibió ruido de pasos. El ruido venía de lejos, del principio de la escalera
seguramente. Andando el tiempo, Raskolnikof recordó perfectamente que,
apenas oyó estos pasos, tuvo el presentimiento de que terminarían en el cuarto
piso, de que aquel hombre se dirigía a casa de la vieja. ¿De dónde nació este
presentimiento? ¿Acaso el ruido de aquellos pasos tenía alguna particularidad
significativa? Eran lentos, pesados, regulares...
Los pasos llegaron al primer piso. Siguieron subiendo. Eran cada vez más
perceptibles. Llegó un momento en que incluso se oyó un jadeo asmático... Ya
estaba en el tercer piso... «¡Viene aquí, viene aquí...!» Raskolnikof quedó
petrificado.. Le parecía estar viviendo una de esas pesadillas en que nos
vemos perseguidos por enemigos implacables que están a punto de
alcanzarnos y asesinarnos, mientras nosotros nos sentimos como clavados en
el suelo, sin poder hacer movimiento alguno para defendernos.
Las pisadas se oían ya en el tramo que terminaba en el cuarto piso. De pronto,
Raskolnikof salió de aquel pasmo que le tenía inmóvil, volvió al interior del
departamento con paso rápido y seguro, cerró la puerta y echó el cerrojo, todo
procurando no hacer ruido.
El instinto lo guiaba. Una vez bien cerrada la puerta, se quedó junto a ella,
encogido, conteniendo la respiración.
El desconocido estaba ya en el rellano. Se encontraba frente a Raskolnikof, en
el mismo sitio desde donde el joven había tratado de percibir los ruidos del
interior hacía un rato, cuando sólo la puerta lo separaba de la vieja.
El visitante respiró varias veces profundamente.
«Debe de ser un hombre alto y grueso», pensó Raskolnikof llevando la mano al
mango del hacha. Verdaderamente, todo aquello parecía un mal sueño. El
desconocido tiró violentamente del cordón de la campanilla.
Cuando vibró el sonido metálico, al visitante le pareció oír que algo se movía
dentro del piso, y durante unos segundos escuchó atentamente. Volvió a
llamar, volvió a escuchar y, de pronto, sin poder contener su impaciencia,
empezó a sacudir la puerta, asiendo firmemente el tirador.
Raskolnikof miraba aterrado el cerrojo, que se agitaba dentro de la hembrilla,
dando la impresión de que iba a saltar de un momento a otro. Un siniestro
horror se apoderó de él.
Tan violentas eran las sacudidas, que se comprendían los temores de
Raskolnikof. Momentáneamente concibió la idea de sujetar el cerrojo, y con él
la puerta, pero desistió al comprender que el otro podía advertirlo. Perdió por
completo la serenidad; la cabeza volvía a darle vueltas. «Voy a caer», se dijo.
Pero en aquel momento oyó que el desconocido empezaba a hablar, y esto le
devolvió la calma.
¿Estarán durmiendo o las habrán estrangulado? murmuró . ¡El diablo las
lleve! A las dos: a Alena Ivanovna, la vieja bruja, y a Lisbeth Ivanovna, la
belleza idiota... ¡Abrid de una vez, mujerucas...! Están durmiendo, no me cabe
duda.
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