ejemplo, que una llave no se adaptaba a una cerradura, y se obstinaba en
introducirla. De pronto se dijo que aquella gran llave dentada que estaba con
las otras pequeñas en el llavero no debía de ser de la cómoda (se acordaba de
que ya lo había pensado en su visita anterior), sino de algún cofrecillo, donde
tal vez guardaba la vieja todos sus tesoros.
Se separó, pues, de la cómoda y se echó en el suelo para mirar debajo de la
cama, pues sabía que era allí donde las viejas solían guardar sus riquezas. En
efecto, vio un arca bastante grande de más de un metro de longitud , tapizada
de tafilete rojo. La llave dentada se ajustaba perfectamente a la cerradura.
Abierta el arca, apareció un paño blanco que cubría todo el contenido. Debajo
del paño había una pelliza de piel de liebre con forro rojo. Bajo la piel, un
vestido de seda, y debajo de éste, un chal. Más abajo sólo había, al parecer,
trozos de tela.
Se limpió la sangre de las manos en el forro rojo.
«Como la sangre es roja, se verá menos sobre el rojo.»
De pronto cambió de expresión y se dijo, aterrado:
«¡Qué insensatez, Señor! ¿Acabaré volviéndome loco?»
Pero cuando empezó a revolver los trozos de tela, de debajo de la piel salió un
reloj de oro. Entonces no dejó nada por mirar. Entre los retazos del fondo
aparecieron joyas, objetos empeñados, sin duda, que no habían sido retirados
todavía: pulseras, cadenas, pendientes, alfileres de corbata... Algunas de estas
joyas estaban en sus estuches; otras, cuidadosamente envueltas en papel de
periódico en doble, y el envoltorio bien atado. No vaciló ni un segundo:
introdujo la mano y empezó a llenar los bolsillos de su pantalón y de su gabán
sin abrir los paquetes ni los estuches.
Pero de pronto hubo de suspender el trabajo. Le parecía haber oído un rumor
de pasos en la habitación inmediata. Se quedó inmóvil, helado de espanto...
No, todo estaba en calma; sin duda, su oído le había engañado. Pero de súbito
percibió un débil grito, o, mejor, un gemido sordo, entrecortado, que se apagó
en seguida. De nuevo y durante un minuto reinó un silencio de muerte.
Raskolnikof, en cuclillas ante el arca, esperó, respirando apenas. De pronto se
levantó empuñó el hacha y corrió a la habitación vecina. En esta habitación
estaba Lisbeth. Tenía en las manos un gran envoltorio y contemplaba atónita el
cadáver de su hermana. Estaba pálida como una muerta y parecía no tener
fuerzas para gritar. Al ver aparecer a Raskolnikof, empezó a temblar como una
hoja y su rostro se contrajo convulsivamente. Probó a levantar los brazos y no
pudo; abrió la boca, pero de ella no salió sonido alguno. Lentamente fue
retrocediendo hacia un rincón, sin dejar de mirar a Raskolnikof en silencio,
aquel silencio que no tenía fuerzas para romper. Él se arrojó sobre ella con el
hacha en la mano. Los labios de la infeliz se torcieron con una de esas muecas
que solemos observar en los niños pequeños cuando ven algo que les asusta y
empiezan a gritar sin apartar la vista de lo que causa su terror.
Era tan cándida la pobre Lisbeth y estaba tan aturdida por el pánico, que ni
siquiera hizo el movimiento instintivo de levantar las manos para proteger su
cabeza: se limitó a dirigir el brazo izquierdo hacia el asesino, como si quisiera
apartarlo. El hacha cayó de pleno sobre el cráneo, hendió la parte superior del
hueso frontal y casi llegó al occipucio. Lisbeth se desplomó. Raskolnikof perdió
por completo la cabeza, se apoderó del envoltorio, después lo dejó caer y
corrió al vestíbulo.
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