A las dos volvió a aparecer con la sopa. Él estaba todavía acostado y no había
probado el té. Nastasia se sintió incluso ofendida y empezó a zarandearlo.
¿A qué viene tanta modorra? gruñó, mirándole con desprecio.
Él se sentó en el diván, pero no pronunció ni una palabra. Permaneció con la
mirada fija en el suelo.
¡Bueno! Pero ¿estás enfermo o qué? preguntó Nastasia.
Esta segunda pregunta quedó tan sin respuesta como la primera.
Debes salir dijo Nastasia tras un silencio . Te conviene tomar un poco el aire.
Comerás, ¿verdad?
Más tarde balbuceó débilmente Raskolnikof . Ahora vete.
Y reforzó estas palabras con un ademán.
Ella permaneció todavía un momento en el cuarto, mirándolo con un gesto de
compasión. Luego se fue.
Minutos después, Raskolnikof abrió los ojos, contempló largamente la sopa y el
té, cogió la cuchara y empezó a comer.
Dio tres o cuatro cucharadas, sin apetito, maquinalmente. Se le había calmado
el dolor de cabeza. Cuando terminó de comer se echó de nuevo en el diván.
Pero no pudo dormir y se quedó inmóvil, de bruces, con la cabeza hundida en
la almohada. Soñaba, y su sueño era extraño. Se imaginaba estar en África, en
Egipto... La caravana con la que iba se había detenido en un oasis. Los
camellos estaban echados, descansando. Las palmeras que los rodeaban
balanceaban sus tupidos penachos. Los viajeros se disponían a comer, pero
Raskolnikof prefería beber agua de un riachuelo que corría cerca de él con un
rumoreo cantarín. El aire era deliciosamente fresco. El agua, fría y de un azul
maravilloso, corría sobre un lecho de piedras multicolores y arena blanca con
reflejos dorados...
De súbito, las campanadas de un reloj resonaron claramente en su oído. Se
estremeció, volvió a la realidad, levantó la cabeza y miró hacia la ventana.
Entonces recobró por completo la lucidez y se levantó precipitadamente, como
si lo arrancaran del diván. Se acercó a la puerta de puntillas, la entreabrió
cautelosamente y aguzó el oído, tratando de percibir cualquier ruido que
pudiera llegar de la escalera.
Su corazón latía con violencia. En la escalera reinaba la calma más absoluta; la
casa entera parecía dormir... La idea de que había estado sumido desde el día
anterior en un profundo sueño, sin haber hecho nada, sin haber preparado
nada, le sorprendió: su proceder era absurdo, incomprensible. Sin duda, eran
las campanadas de las seis las que acababa de ofr... Súbitamente, a su
embotamiento y a su inercia sucedió una actividad extraordinaria, desatinada y
febril. Sin embargo, los preparativos eran fáciles y no exigían mucho tiempo.
Raskolnikof procuraba pensar en todo, no olvidarse de nada. Su corazón
seguía latiendo con tal violencia, que dificultaba su respiración. Ante todo,
había que preparar un nudo corredizo y coserlo en el forro del gabán. Trabajo
de un minuto. Introdujo la mano debajo de la almohada, sacó la ropa interior
que había puesto allí y eligió una camisa sucia y hecha jirones. Con varias tiras
formó un cordón de unos cinco centímetros de ancho y treinta y cinco de largo.
Lo dobló en dos, se quitó el gabán de verano, de un tejido de algodón tupido y
sólido (el único sobretodo que tenla) y empezó a coser el extremo del cordón
debajo del sobaco izquierdo. Sus manos temblaban. Sin embargo, su trabajo
resultó tan perfecto, que cuando volvió a ponerse el gabán no se veía por la
parte exterior el menor indicio de costura. El hilo y la aguja se los había
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