miramiento, a pesar de que Lisbeth medía aproximadamente un metro ochenta
de altura.
¡Una mujer fenomenal! exclamó el estudiante, echándose a reír.
Desde este momento, el tema de la charla fue Lisbeth. El estudiante hablaba
de ella con un placer especial y sin dejar de reír. El oficial, que le escuchaba
atentamente, le rogó que le enviara a Lisbeth para comprarle alguna ropa
interior que necesitaba.
Raskolnikof no perdió una sola palabra de la conversación y se enteró de
ciertas cosas: Lisbeth era medio hermana de Alena (tuvieron madres
diferentes) y mucho más joven que ella, pues tenía treinta y cinco años. La
vieja la hacía trabajar noche y día. Además de que guisaba y lavaba la ropa
para su hermana y ella, cosía y fregaba suelos fuera de casa, y todo lo que
ganaba se lo entregaba a Alena. No se atrevía a aceptar ningún encargo,
ningún trabajo, sin la autorización de la vieja. Sin embargo, Alena Lisbeth lo
sabía había hecho ya testamento y, según él, su hermana sólo heredaba los
muebles. Dinero, ni un céntimo: lo legaba todo a un monasterio del distrito de
N. para pagar una serie perpetua de oraciones por el descanso de su alma.
Lisbeth procedía de la pequeña burguesía del tchin. Era una mujer
desgalichada, de talla desmedida, de piernas largas y torcidas y pies enormes,
como toda su persona, siempre calzados con zapatos ligeros. Lo que más
asombraba y divertía al estudiante era que Lisbeth estaba continuamente
encinta.
Pero ¿no has dicho que no vale nada? inquirió el oficial.
Tiene la piel negruzca y parece un soldado disfrazado de mujer, pero no
puede decirse que sea fea. Su cara no está mal, y menos sus ojos. La prueba
es que gusta mucho. Es tan dulce, tan humilde, tan resignada... La pobre no
sabe decir a nada que no: hace todo lo que le piden... ¿Y su sonrisa? ¡Ah, su
sonrisa es encantadora!
Ya veo que a ti también te gusta dijo el oficial, echándose a reír.
Por su extravagancia. En cambio, a esa maldita vieja, la mataría y le robaría
sin ningún remordimiento, ¡palabra! exclamó con vehemencia el estudiante.
El oficial lanzó una nueva carcajada, y Raskolnikof se estremeció. ¡Qué extraño
era todo aquello!
Oye dijo el estudiante, cada vez más acalorado , quiero exponerte una
cuestión seria. Naturalmente, he hablado en broma, pero escucha. Por un lado
tenemos una mujer imbécil, vieja, enferma, mezquina, perversa, que no es útil
a nadie, sino que, por el contrario, es toda maldad y ni ella misma sabe por qué
vive. Mañana morirá de muerte natural... ¿Me sigues? ¿Comprendes?
Sí afirmó el oficial, observando atentamente a su entusiasmado amigo.
Continúo. Por otro lado tenemos fuerzas frescas, jóvenes, que se pierden,
faltas de sostén, por todas partes, a miles. Cien, mil obras útiles se podrían
mantener y mejorar con el dinero que esa vieja destina a un monasterio.
Centenares, tal vez millares de vidas, se podrían encauzar por el buen camino;
multitud de familias se podrían salvar de la miseria, del vicio, de la corrupción,
de la muerte, de los hospitales para enfermedades venéreas..., todo con el
dinero de esa mujer. Si uno la matase y se apoderara de su dinero para
destinarlo al bien de la humanidad, ¿no crees que el crimen, el pequeño
crimen, quedaría ampliamente compensado por los millares de buenas
acciones del criminal? A cambio de una sola vida, miles de seres salvados de
la corrupción. Por una sola muerte, cien vidas. Es una cuestión puramente
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