Ivanovna, o Lisbeth, como la solían llamar, hermana de Alena Ivanovna, viuda
de un registrador, la vieja Alena, la usurera cuya casa había visitado
Raskolnikof el día anterior para empeñar su reloj y hacer un «ensayo». Hacía
tiempo que tenía noticias de esta Lisbeth, y también ella conocía un poco a
Raskolnikof.
Era una doncella de treinta y cinco años, desgarbada, y tan tímida y bondadosa
que rayaba en la idiotez. Temblaba ante su hermana mayor, que la tenía
esclavizada; la hacía trabajar noche y día, e incluso llegaba a pegarle.
Plantada ante el comerciante y su esposa, con un paquete en la mano, los
escuchaba con atención y parecía mostrarse indecisa. Ellos le hablaban con
gran animación. Cuando Raskolnikof vio a Lisbeth experimentó un sentimiento
extraño, una especie de profundo asombro, aunque el encuentro no tenía nada
de sorprendente.
Usted y nadie más que usted, Lisbeth Ivanovna, ha de decidir lo que debe
hacer decía el comerciante en voz alta . Venga mañana a eso de las siete.
Ellos vendrán también.
¿Mañana? dijo Lisbeth lentamente y con aire pensativo, como si no se
atreviera a comprometerse.
¡Qué miedo le tiene a Alena Ivanovna! exclamó la esposa del comerciante,
que era una mujer de gran desenvoltura y voz chillona . Cuando la veo ponerse
así, me parece estar mirando a una niña pequeña. Al fin y al cabo, esa mujer
que la tiene en un puño no es más que su medio hermana.
Le aconsejo que no diga nada a su hermana continuó el marido . Créame.
Venga a casa sin pedirle permiso. La cosa vale la pena. Su hermana tendrá
que reconocerlo.
Tal vez venga.
De seis a siete. Los vendedores enviarán a alguien y usted resolverá.
Le daremos una taza de té prometió la vendedora.
Bien, vendré repuso Lisbeth, aunque todavía vacilante.
Y empezó a despedirse con su calma característica.
Raskolnikof había dejado ya tan atrás al matrimonio y su amiga, que no pudo
oír ni una palabra más. Había acortado el paso insensiblemente y había
procurado no perder una sola sílaba de la conversación. A la sorpresa del
primer momento había sucedido gradualmente un horror que le produjo
escalofríos. Se había enterado, de súbito y del modo más inesperado, de que
al día siguiente, exactamente a las siete, Lisbeth, la hermana de la vieja, la
única persona que la acompañaba, habría salido y, por lo tanto, que a las siete
del día siguiente la vieja ¡estaría sola en la casa!
Raskolnikof estaba cerca de la suya. Entró en ella como un condenado a
muerte. No intentó razonar. Además, no habría podido.
Sin embargo, sintió súbitamente y con todo su ser, que su libre albedrío y su
voluntad ya no existían, que todo acababa de decidirse irrevocablemente.
Aunque hubiera esperado durante años enteros una ocasión favorable, aunque
hubiera intentado provocarla, no habría podido hallar una mejor y que ofreciese
más probabilidades de éxito que la que tan inesperadamente acababa de
venírsele a las manos.
Y aún era menos indudable que el día anterior no le habría sido fácil averiguar,
sin hacer preguntas sospechosas y arriesgadas, que al día siguiente, a una
hora determinada, la vieja contra la que planeaba un atentado estaría
completamente sola en su casa.
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