CRIMEN Y CASTIGO crimen y castigo | Page 44

Ivanovna, o Lisbeth, como la solían llamar, hermana de Alena Ivanovna, viuda de un registrador, la vieja Alena, la usurera cuya casa había visitado Raskolnikof el día anterior para empeñar su reloj y hacer un «ensayo». Hacía tiempo que tenía noticias de esta Lisbeth, y también ella conocía un poco a Raskolnikof. Era una doncella de treinta y cinco años, desgarbada, y tan tímida y bondadosa que rayaba en la idiotez. Temblaba ante su hermana mayor, que la tenía esclavizada; la hacía trabajar noche y día, e incluso llegaba a pegarle. Plantada ante el comerciante y su esposa, con un paquete en la mano, los escuchaba con atención y parecía mostrarse indecisa. Ellos le hablaban con gran animación. Cuando Raskolnikof vio a Lisbeth experimentó un sentimiento extraño, una especie de profundo asombro, aunque el encuentro no tenía nada de sorprendente. Usted y nadie más que usted, Lisbeth Ivanovna, ha de decidir lo que debe hacer decía el comerciante en voz alta . Venga mañana a eso de las siete. Ellos vendrán también. ¿Mañana? dijo Lisbeth lentamente y con aire pensativo, como si no se atreviera a comprometerse. ¡Qué miedo le tiene a Alena Ivanovna! exclamó la esposa del comerciante, que era una mujer de gran desenvoltura y voz chillona . Cuando la veo ponerse así, me parece estar mirando a una niña pequeña. Al fin y al cabo, esa mujer que la tiene en un puño no es más que su medio hermana. Le aconsejo que no diga nada a su hermana continuó el marido . Créame. Venga a casa sin pedirle permiso. La cosa vale la pena. Su hermana tendrá que reconocerlo. Tal vez venga. De seis a siete. Los vendedores enviarán a alguien y usted resolverá. Le daremos una taza de té prometió la vendedora. Bien, vendré repuso Lisbeth, aunque todavía vacilante. Y empezó a despedirse con su calma característica. Raskolnikof había dejado ya tan atrás al matrimonio y su amiga, que no pudo oír ni una palabra más. Había acortado el paso insensiblemente y había procurado no perder una sola sílaba de la conversación. A la sorpresa del primer momento había sucedido gradualmente un horror que le produjo escalofríos. Se había enterado, de súbito y del modo más inesperado, de que al día siguiente, exactamente a las siete, Lisbeth, la hermana de la vieja, la única persona que la acompañaba, habría salido y, por lo tanto, que a las siete del día siguiente la vieja ¡estaría sola en la casa! Raskolnikof estaba cerca de la suya. Entró en ella como un condenado a muerte. No intentó razonar. Además, no habría podido. Sin embargo, sintió súbitamente y con todo su ser, que su libre albedrío y su voluntad ya no existían, que todo acababa de decidirse irrevocablemente. Aunque hubiera esperado durante años enteros una ocasión favorable, aunque hubiera intentado provocarla, no habría podido hallar una mejor y que ofreciese más probabilidades de éxito que la que tan inesperadamente acababa de venírsele a las manos. Y aún era menos indudable que el día anterior no le habría sido fácil averiguar, sin hacer preguntas sospechosas y arriesgadas, que al día siguiente, a una hora determinada, la vieja contra la que planeaba un atentado estaría completamente sola en su casa.   43