atención lo menos posible. Los pequeños detalles... Ahí está el quid. Eso es lo
que acaba por perderle a uno...
No tenía que ir muy lejos; sabía incluso el número exacto de pasos que tenía
que dar desde la puerta de su casa; exactamente setecientos treinta. Los había
contado un día, cuando la concepción de su proyecto estaba aún reciente.
Entonces ni él mismo creía en su realización. Su ilusoria audacia, a la vez
sugestiva y monstruosa, sólo servía para excitar sus nervios. Ahora,
transcurrido un mes, empezaba a mirar las cosas de otro modo y, a pesar de
sus enervantes soliloquios sobre su debilidad, su impotencia y su irresolución,
se iba acostumbrando poco a poco, como a pesar suyo, a llamar «negocio» a
aquella fantasía espantosa, y, al considerarla así, la podría llevar a cabo,
aunque siguiera dudando de sí mismo.
Aquel día se había propuesto hacer un ensayo y su agitación crecía a cada
paso que daba. Con el corazón desfallecido y sacudidos los miembros por un
temblor nervioso, llegó, al fin, a un inmenso edificio, una de cuyas fachadas
daba al canal y otra a la calle. El caserón estaba dividido en infinidad de
pequeños departamentos habitados por modestos artesanos de toda especie:
sastres, cerrajeros... Había allí cocineras, alemanes, prostitutas, funcionarios
de ínfima categoría. El ir y venir de gente era continuo a través de las puertas y
de los dos patios del inmueble. Lo guardaban tres o cuatro porteros, pero
nuestro joven tuvo la satisfacción de no encontrarse con ninguno.
Franqueó el umbral y se introdujo en la escalera de la derecha, estrecha y
oscura como era propio de una escalera de servicio. Pero estos detalles eran
familiares a nuestro héroe y, por otra parte, no le disgustaban: en aquella
oscuridad no había que temer a las miradas de los curiosos.
«Si tengo tanto miedo en este ensayo, ¿qué sería si viniese a llevar a cabo de
verdad el "negocio"?», pensó involuntariamente al llegar al cuarto piso.
Allí le cortaron el paso varios antiguos soldados que hacían el oficio de mozos
y estaban sacando los muebles de un departamento ocupado el joven lo sabía
por un funcionario alemán casado.
«Ya que este alemán se muda -se dijo el joven , en este rellano no habrá
durante algún tiempo más inquilino que la vieja. Esto está más que bien.»
Llamó a la puerta de la vieja. La campanilla resonó tan débilmente, que se diría
que era de hojalata y no de cobre. Así eran las campanillas de los pequeños
departamentos en todos los grandes edificios semejantes a aquél. Pero el
joven se había olvidado ya de este detalle, y el tintineo de la campanilla debió
de despertar claramente en él algún viejo recuerdo, pues se estremeció. La
debilidad de sus nervios era extrema.
Transcurrido un instante, la puerta se entreabrió. Por la estrecha abertura, la
inquilina observó al intruso con evidente desconfianza. Sólo se veían sus ojillos
brillando en la sombra. Al ver que había gente en el rellano, se tranquilizó y
abrió la puerta. El joven franqueó el umbral y entró en un vestíbulo oscuro,
dividido en dos por un tabique, tras el cual había una minúscula cocina. La
vieja permanecía inmóvil ante él. Era una mujer menuda, reseca, de unos
sesenta años, con una nariz puntiaguda y unos ojos chispeantes de malicia.
Llevaba la cabeza descubierta, y sus cabellos, de un rubio desvaído y con sólo
algunas hebras grises, estaban embadurnados de aceite. Un viejo chal de
franela rodeaba su cuello, largo y descarnado como una pata de pollo, y, a
pesar del calor, llevaba sobre los hombros una pelliza, pelada y amarillenta. La
tos la sacudía a cada momento. La vieja gemía. El joven debió de mirarla de un
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