arrojó a los pies de la joven, se abrazó a sus rodillas y rompió a llorar. En el
primer momento, Sonia se asustó. Mortalmente pálida, se puso en pie de un
salto y le miró, temblorosa. Pero al punto lo comprendió todo y una felicidad
infinita centelleó en sus ojos. Sonia se dio cuenta de que Rodia la amaba: sí,
no cabía duda. La amaba con amor infinito. El instante tan largamente
esperado había llegado.
Querían hablar, pero no pudieron pronunciar una sola palabra. Las lágrimas
brillaban en sus ojos. Los dos estaban delgados y pálidos, pero en aquellos
rostros ajados brillaba el alba de una nueva vida, la aurora de una resurrección.
El amor los resucitaba. El corazón de cada uno de ellos era un manantial de
vida inagotable para el otro. Decidieron esperar con paciencia. Tenían que
pasar siete años en Siberia. ¡Qué crueles sufrimientos, y también qué profunda
felicidad, llenaría aquellos siete años! Raskolnikof estaba regenerado. Lo
sabía, lo sentía en todo su ser. En cuanto a Sonia, sólo vivía para él.
Al atardecer, cuando los presos fueron encerrados en los dormitorios, Rodia,
echado en su lecho de campaña, pensó en Sonia. Incluso le había parecido
que aquel día, todos aquellos compañeros que antes habían sido enemigos de
él le miraban de otro modo. Él les había dirigido la palabra, y todos le habían
contestado amistosamente. Ahora se acordó de este detalle, pero no sintió el
menor asombro. ¿Acaso no había cambiado todo en su vida?
Pensaba en Sonia. Se decía que la había hecho sufrir mucho. Recordaba su
pálida y delgada carita. Pero estos recuerdos no despertaban en él ningún
remordimiento, pues sabía que a fuerza de amor compensaría largamente los
sufrimientos que le había causado.
Por otra parte, ¿qué importaban ya todas estas penas del pasado? Incluso su
crimen, incluso la sentencia que le había enviado a Siberia, le parecían
acontecimientos lejanos que no le afectaban.
Además, aquella noche se sentía incapaz de reflexionar largamente, de
concentrar el pensamiento. Sólo podía sentir. Al razonamiento se había
impuesto la vida. La regeneración alcanzaba también a su mente.
En su cabecera había un Evangelio. Lo cogió maquinalmente. El libro
pertenecía a Sonia. Era el mismo en que ella le había leído una vez la
resurrección de Lázaro. Al principio de su cautiverio, Raskolnikof esperó que
Sonia le perseguiría con sus ideas religiosas. Se imaginó que le hablaría del
Evangelio y le ofrecería libros piadosos sin cesar. Pero, con gran sorpresa
suya, no había ocurrido nada de esto: ni una sola vez le había propuesto la
lectura del Libro Sagrado. Él mismo se lo había pedido algún tiempo antes de
su enfermedad, y ella se lo había traído sin hacer ningún comentario. Aún no
lo había abierto.
Tampoco ahora lo abrió. Pero un pensamiento pasó veloz por su mente.
«¿Acaso su fe, o por lo menos sus sentimientos y sus tendencias, pueden ser
ahora distintos de los míos?»
Sonia se sintió también profundamente agitada aquel día y por la noche cayó
enferma. Se sentía tan feliz y había recibido esta dicha de un modo tan
inesperado, que experimentaba incluso cierto terror.
¡Siete años! ¡Sólo siete años! En la embriaguez de los primeros momentos,
poco faltó para que los dos considerasen aquellos siete años como siete días.
Raskolnikof ignoraba que no podría obtener esta nueva vida sin dar nada por
su parte, sino que tendría que adquirirla al precio de largos y heroicos
esfuerzos...
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