decir, la cruz de los pobres. La de cobre, que perteneció a Lisbeth, te la quedas
para ti. Déjame verla. Lisbeth debía de llevarla en aquel momento. ¿Verdad
que la llevaba? Recuerdo otros dos objetos: una cruz de plata y una pequeña
imagen. Las arrojé sobre el pecho de la vieja. Eso es lo que debía llevar ahora
en mi cuello... Pero no digo más que tonterías y me olvido de las cosas
importantes. ¡Estoy tan distraído! Oye, Sonia, he venido sólo para prevenirte,
para que lo sepas todo... Para eso y nada más... Pero no, creo que quería
decirte algo más... Tú misma has querido que diera este paso. Ahora me
meterán en la cárcel y tu deseo se habrá cumplido... Pero ¿por qué lloras?
¡Bueno, basta ya! ¡Qué enojoso es todo esto!
Sin embargo, las lágrimas de Sonia le habían conmovido; sentía una fuerte
presión en el pecho.
«Pero ¿qué razón hay para que esté tan apenada? pensó . ¿Qué soy yo para
ella? ¿Por qué llora y quiere acompañarme, por lejos que vaya, como si fuera
mi hermana o mi madre? ¿Querrá ser mi criada, mi niñera...?u
Santíguate... Di al menos unas cuantas palabras de alguna oración suplicó la
muchacha con voz humilde y temblorosa.
Lo haré. Rezaré tanto como quieras. Y de todo corazón, Sonia, de todo
corazón.
Pero no era exactamente esto lo que quería decir.
Hizo varias veces la señal de la cruz. Sonia cogió su chal y se envolvió con él
la cabeza. Era un chal de paño verde, seguramente el mismo del que hablara
Marmeladof en cierta ocasión y que servía para toda la familia. Raskolnikof
pensó en ello, pero no hizo pregunta alguna. Empezaba a sentirse incapaz de
fijar su atención. Una turbación creciente le dominaba, y, al advertirlo, sintió
una profunda inquietud. De pronto observó, sorprendido, que Sonia se disponía
a acompañarle.
¿Qué haces? ¿Adónde vas? No, no; quédate; iré solo dijo, irritado, mientras
se dirigía a la puerta . No necesito acompañamiento gruñó al cruzar el umbral.
Sonia permaneció inmóvil en medio de la habitación. Rodia ni siquiera le había
dicho adiós: se había olvidado de ella. Un sentimiento de duda y de rebeldía
llenaba su corazón.
«¿Debo hacerlo? se preguntó mientras bajaba la escalera . ¿No seria
preferible volver atrás, arreglar las cosas de otro modo y no ir a entregarme?
Pero continuó su camino, y de pronto comprendió que la hora de las
vacilaciones había pasado.
Ya en la calle, se acordó de que no había dicho adiós a Sonia y de que la
joven, con el chal en la cabeza, habia quedado clavada en el suelo al oír su
grito de furor... Este pensamiento lo detuvo un instante, pero pronto surgió con
toda claridad en su mente una idea que parecía haber estado rondando
vagamente su cerebro en espera de aquel momento para manifestarse.
«¿Para qué he ido a su casa? Le he dicho que iba por un asunto. Pero ¿qué
asunto? No tengo ninguno. ¿Para anunciarle que iba a presentarme? ¡Como si
esto fuera necesario! ¿Será que la amo? No puede ser, puesto que acabo de
rechazarla como a un perro. ¿Acaso tenía yo alguna necesidad de la cruz?
¡Qué bajo he caído! Lo que yo necesitaba eran sus lágrimas, lo que quería era
recrearme ante la expresión de terror de su rostro y las torturas de su
desgarrado corazón. Además, deseaba aferrarme a cualquier cosa para ganar
tiempo y contemplar un rostro humano... ¡Y he osado enorgullecerme, creerme
llamado a un alto destino! ¡Qué miserable y qué cobarde soy!
356