deja de contenerse y se ríe francamente. Algo desvergonzado, provocativo,
aparece en su rostro, que no es ya el rostro de una niña. Es la expresión del
vicio en la cara de una prostituta. Y los ojos se
abren francamente, enteramente, y envuelven a Svidrigailof en una mirada
ardiente y lasciva, de alegre invitación... La carita infantil tiene un algo
repugnante con su expresión de lujuria.
« ¿Cómo es posible que a los cinco años...? piensa, horro
rizado . Pero ¿qué otra cosa puede ser?»
La niña vuelve hacia él su rostro ardiente y le tiende los brazos.
Svidrigailof lanza una exclamación de espanto, levanta la mano,
amenazador..., y en este momento se despierta.
Vio que seguía acostado, bien cubierto por las ropas de la cama. La vela no
estaba encendida y en la ventana apuntaba la luz del amanecer.
«Me he pasado la noche en una continua pesadilla.»
Se incorporó y advirtió, indignado, que tenía el cuerpo dolorido. En el exterior
reinaba una espesa niebla que impedía ver nada. Eran cerca de las cinco.
Había dormido demasiado. Se levantó, se puso la americana y el abrigo,
húmedos todavía, palpó el revólver guardado en el bolsillo, lo sacó y se
aseguró de que la bala estaba bien colocada. Luego se sentó ante la mesa,
sacó un cuaderno de notas y escribió en la primera página varias líneas en
gruesos caracteres. Después de leerlas, se acodó en la mesa y quedó
pensativo. El revólver y el cuaderno de notas estaban sobre la mesa, cerca de
él. Las moscas habían invadido el trozo de carne que había quedado intacto.
Las estuvo mirando un buen rato y luego empezó a cazarlas con la mano
derecha. Al fin se asombró de dedicarse a semejante ocupación en aquellos
momentos; volvió en sí, se estremeció y salió de la habitación con paso firme.
Un minuto después estaba en la calle. Una niebla opaca y densa flotaba sobre
la ciudad. Svidrigailof se dirigió al Pequeño Neva por el sucio y resbaladizo
pavimento de madera, y mientras avanzaba veía con la imaginación la crecida
nocturna del río, la isla Petrovski, con sus senderos empapados, su hierba
húmeda, sus sotos, sus macizos cargados de agua y, en fin, aquel árbol...
Entonces, indignado consigo mismo, empezó a observar los edificios junto a
los cuales pasaba, para desviar el curso de sus ideas.
La avenida estaba desierta: ni un peatón, ni un coche. Las casas bajas, de un
amarillo intenso, con sus ventanas y sus postigos cerrados tenían un aspecto
sucio y triste. El frío y la humedad penetraban en el cuerpo de Svidrigailof y lo
estremecían. De vez en cuando veía un rótulo y lo leía detenidamente. Al fin
terminó el pavimento de madera y se encontró en las cercanías de un gran
edificio de piedra. Entonces vio un perro horrible que cruzaba la calzada con el
rabo entre piernas. En medio de la acera, tendido de bruces, había un
borracho. Lo miró un momento y continuó su camino.
A su izquierda se alzaba una torre.
«He aquí un buen sitio. ¿Para qué tengo que ir a la isla Petrovski? Aquí, por lo
menos, tendré un testigo oficial.»
Sonrió ante esta idea y se internó en la calle donde se alzaba el gran edificio
coronado por la torre.
Apoyado en uno de los batientes de la maciza puerta principal, que estaba
cerrada, había un hombrecillo envuelto en un capote gris de soldado y con un
casco en la cabeza. Su rostro expresaba esa arisca tristeza que es un rasgo
secular en la raza judía.
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