alfombra, se veían jarrones chinescos repletos de flores raras. Las ventanas
ostentaban la delicada blancura de los jacintos, que pendían de sus largos y
verdes tallos sumergidos en floreros, y de ellos se desprendía un perfume
embriagador.
Svidrigailof no sentía ningún deseo de alejarse de allí. Subió por la
escalinata y llegó a un salón de alto techo, repleto también de flores. Había
flores por todas partes: en las ventanas, al lado de las puertas abiertas, en el
mirador... El entarimado estaba cubierto de fragante césped recién cortado. Por
las ventanas abiertas penetraba una brisa deliciosa. Los pájaros cantaban en el
jardín. En medio de la estancia había una gran mesa revestida de raso blanco,
y sobre la mesa, un ataúd acolchado, orlado de blancos encajes y rodeado de
guirnaldas de flores. En el féretro, sobre un lecho de flores, descansaba una
muchachita vestida de tul blanco. Sus manos, cruzadas sobre el pecho,
parecían talladas en mármol. Su cabello, suelto y de un rubio claro, rezumaba
agua. Una corona de rosas ceñía su frente. Su perfil severo y ya petrificado
parecía igualmente de mármol. Sus pálidos labios sonreían, pero esta sonrisa
no tenía nada de infantil: expresaba una amargura desgarradora, una tristeza
sin límites.
Svidrigailof conocía a aquella jovencita. Cerca del ataúd no había ninguna
imagen, ningún cirio encendido, ni rumor alguno de rezos. Aquella muchacha
era una suicida: se había arrojado al río. Sólo tenia catorce años y había
sufrido un ultraje que había destrozado su corazón, llenado de terror su
conciencia infantil, colmado su alma de una vergüenza que no merecía y
arrancado de su pecho un grito supremo de desesperación que el mugido del
viento había ahogado en una noche de deshielo húmeda y tenebrosa...
Svidrigailof se despertó, saltó de la cama y se fue hacia la ventana. Buscó a
tientas la falleba y abrió. El viento entró en el cuartucho, y Svidrigailof tuvo la
sensación de que una helada escarcha cubría su rostro y su pecho, sólo
protegido por la camisa. Debajo de la ventana debía de haber, en efecto, una
especie de jardín..., probablemente un jardín de recreo. Durante el día se
cantarían allí canciones ligeras y se serviría té en veladores. Pero ahora los
árboles y los arbustos goteaban, reinaba una oscuridad de caverna y las cosas
eran manchas oscuras apenas perceptibles.
Svidrigailof estuvo cinco minutos acodado en el antepecho de la ventana
mirando aquellas tinieblas. De pronto resonó un cañonazo en la noche, al que
siguió otro inmediatamente.
« La señal de que sube el agua pensó . Dentro de unas horas, las panes bajas
de la ciudad estarán inundadas. Las ratas de las cuevas serán arrastradas por
la corriente y, en medio del viento y la lluvia, los hombres, calados hasta los
huesos, empezarán a transportar, entre juramentos, todos sus trastros a los
pisos altos de las casas. A todo esto, ¿qué hora será?»
En el momento en que se hacía esta pregunta, en un reloj cercano resonaron
tres poderosas y apremiantes campanadas.
«Dentro de una hora será de día. ¿Para qué esperar más? Voy a marcharme
ahora mismo. Me iré directamente a la isla Petrovski. Allí elegiré un gran árbol
tan empapado de lluvia que, apenas lo roce con el hombro, miles de diminutas
gotas caerán sobre mi cabeza.»
Se retiró de la ventana, la cerró, encendió la bujía, se vistió y salió al pasillo
con la palmatoria en la mano. Se proponía despertar al mozo, que sin duda
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