años de vida. Bien sé que usted se estará diciendo que no hago sino
desempeñar mi papel de juez de instrucción, y que mis palabras le parecerán
un largo y enojoso sermón, pero tal vez las recuerde usted algún día: sólo con
esta esperanza le digo todo esto. En medio de todo, ha sido una suerte que no
haya usted matado más que a esa vieja, pues con otra teoría habria podido
usted hacer cosas cientos de millones de veces peores. Dé gracias a Dios por
no haberlo permitido, pues Él tal vez, ¿quién sabe?, tiene algún designio sobre
usted. Tenga usted coraje, no retroceda por pusilanimidad ante la gran misión
que aún tiene que cumplir. Si es cobarde, luego se avergonzará usted. Ha
cometido una mala acción: sea fuerte y haga lo que exige la justicia. Sé que
usted no me cree, pero le aseguro que volverá a conocer el placer de vivir. En
este momento sólo necesita aire, aire, aire...
Al oír estas palabras, Raskolnikof se estremeció.
Pero ¿quién es usted exclamó para hacer el profeta? ¿Dónde está esa
cumbre apacible desde la que se permite usted dejar caer sobre mí esas
máximas llenas de una supuesta sabiduría?
¿Quién soy? Un hombre acabado y nada más. Un hombre sensible y acaso
capaz de sentir piedad, y que tal vez conoce un poco la vida..., pero
completamente acabado. El caso de usted es distinto. Tiene usted ante sí una
verdadera vida (¿quién sabe si todo lo ocurrido es en usted como un fuego de
paja que se extingue rápidamente?). ¿Por qué, entonces, temer al cambio que
se va a operar en su existencia? No es el bienestar lo que un corazón como el
suyo puede echar de menos. ¿Y qué importa la soledad donde usted se verá
largamente confinado? No es el tiempo lo que debe preocuparle, sino usted.
Conviértase en un sol y todo el mundo lo verá. Al sol le basta existir, ser lo que
es. ¿Por qué sonríe? ¿Por mi lenguaje poético? Juraría que usted cree que
estoy utilizando la astucia para atraerme su confianza. A lo mejor tiene usted
razón. ¡Je, je! No le pido que crea todas mis palabras, Rodion Romanovitch.
Hará usted bien en no creerme nunca por completo. Tengo la costumbre de no
ser jamás completamente sincero. Sin embargo, no olvide esto: el tiempo le
dirá si soy un hombre vil o un hombre leal.
¿Cuándo piensa usted mandar que me detengan?
Puedo concederle todavía un día o dos de libertad. Reflexione, amigo mío, y
ruegue a Dios. Esto es lo que le interesa, créame.
¿Y si huyera? preguntó Raskolnikof con una sonrisa extraña.
No, usted no huirá. Un mujik huiría; un revolucionario de los de hoy, también,
pues se le pueden inculcar ideas para toda la vida. Pero usted ha dejado de
creer en su teoría. ¿Para qué ha de huir? ¿Qué ganaría usted huyendo? Y
¡qué vida tan horrible la del fugitivo! Para vivir hace falta una situación
determinada, fija, y aire respirable. ¿Encontraría usted ese aire en la huida? Si
huyese usted, volvería. Usted no puede pasar sin nosotros. Si lo hiciera
encarcelar, para un mes o dos, por ejemplo, o tal vez para tres, un buen día,
téngalo presente, vendría usted de pronto y confesaría. Vendría usted aun sin
darse cuenta. Estoy seguro de que decidirá usted someterse a la expiación.
Ahora no me cree usted, pero lo hará, porque la expiación es una gran cosa,
Rodion Romanovitch. No se extrañe de oír hablar así a un hombre que ha
engordado en el bienestar. El caso es que diga la verdad..., y no se burle
usted. Estoy profundamente convencido de lo que acabo de decirle. Mikolka
tiene razón. No, usted no huirá, Rodion Romanovitch.
Raskolnikof se levantó y cogió su gorra. Porfirio Petrovitch se levantó también.
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