imaginó que se había citado con Svidrigailof. Otra vez se despertó al amanecer
en un matorral, sin saber por qué estaba allí.
En los dos o tres días que siguieron a la muerte de Catalina Ivanovna,
Raskolnikof se había encontrado varias veces con Svidrigailof, casi siempre en
la habitación de Sonia, a la que iba a visitar sin objeto alguno y para volverse a
marchar en seguida. Se limitaba a cambiar rápidamente algunas palabras
triviales, sin abordar el punto principal, como si se hubieran puesto de acuerdo
tácitamente en dejar a un lado de momento esta cuestión. El cuerpo de
Catalina Ivanovna estaba aún en el aposento. Svidrigailof se encargaba de
todo lo relacionado con el entierro y parecía muy atareado. También Sonia
estaba muy ocupada.
La última vez que se vieron, Svidrigailof enteró a Raskolnikof de que había
arreglado felizmente la situación de los niños de la difunta. Gracias a ciertas
personalidades que le conocían, había conseguido que admitieran a los
huérfanos en excelentes orfelinatos, donde recibirían un trato especial, ya que
había entregado una buena suma por cada uno de ellos.
Después dijo algunas palabras acerca de Sonia, prometió a Raskolnikof pasar
pronto por su casa y le recordó que deseaba pedirle consejo sobre ciertos
asuntos.
Esta conversación tuvo lugar en la entrada de la casa, al pie de la escalera.
Svidrigailof miraba fijamente a Raskolnikof. De pronto bajó la voz y le dijo:
Pero ¿qué le pasa a usted, Rodion Romanovitch? Cualquiera diría que no está
usted en su juicio. Usted escucha y mira con la expresión del hombre que no
comprende nada. Hay que animarse. Tenemos que hablar, a pesar de que
estoy muy ocupado tanto por asuntos propios como por ajenos... Oiga, Rodion
Romanovitch le dijo de pronto , todos los hombres necesitamos aire, aire
libre... Esto es indispensable.
Se apartó para dejar paso a un sacerdote y a un sacristán que venían a
celebrar el oficio de difuntos. Svidrigailof lo había arreglado todo para que esta
ceremonia se repitiese dos veces cada día a las mismas horas. Se marchó.
Raskolnikof estuvo un momento reflexionando. Después siguió al sacerdote
hasta el aposento de Sonia.
Se detuvo en el umbral. Comenzó el oficio, triste, grave, solemne. Las
ceremonias fúnebres le inspiraban desde la infancia un sentimiento de terror
místico. Hacía mucho tiempo' que no había asistido a una misa de difuntos. La
ceremonia que estaba presenciando era para él especialmente conmovedora e
impresionante. Miró a los niños. Los tres estaban arrodillados junto al ataúd.
Poletchka lloraba. Tras ella, Sonia rezaba, procurando ocultar sus lágrimas.
« En todos estos días se dijo Raskolnikof no me ha dirigido ni una palabra ni
una mirada.»
El sol iluminaba la habitación, y el humo del incienso se elevaba en densas
volutas.
El sacerdote leyó:
«Concédele, Señor, el descanso eterno.»
Raskolnikof permaneció en el aposento hasta el final del oficio. El pope repartió
sus bendiciones y salió, dirigiendo a un lado y a otro miradas de extrañeza.
Después, el joven se acercó a Sonia. Ella se apoderó de sus manos y apoyó
en su hombro la cabeza. Esta demostración de amistad produjo a Raskolnikof
un profundo asombro. ¿De modo que ella no experimentaba la menor
repulsión, el menor horror hacia él? La mano de Sonia no temblaba lo más
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