describiendo en el aire una parábola, cayó a los pies de Lujine. Todos lo vieron
y algunos lanzaron una exclamación. Piotr Petrovitch se inclinó, cogió el papel
con los dedos y lo desplegó: era un billete de cien rublos plegado en ocho
dobles. Lujine lo hizo girar en su mano a fin de que todo el mundo lo viera.
¡Ladrona! ¡Fuera de aquí! ¡La policía! ¡La policía! exclamó la señora
Lipevechsel . ¡Deben mandarla a Siberia! ¡Fuera de aquí!
De todas partes salían exclamaciones. Raskolnikof no cesaba de mirar en
silencio a Sonia; sólo apartaba los ojos de ella de vez en cuando para fijarlos
en Lujine. Sonia estaba inmóvil, como hipnotizada. Ni siquiera podía sentir
asombro. De pronto le subió una oleada de sangre a la cara, se la cubrió con
las manos y lanzó un grito.
¡Yo no he sido! ¡Yo no he cogido el dinero! ¡Yo no sé nada! exclamó en un
alarido desgarrador y, corriendo hacia Catalina Ivanovna.
Ésta le abrió el asilo inviolable de sus brazos y la estrechó convulsivamente
contra su corazón.
¡Sonia, Sonia! ¡No te creo; ya ves que no te creo! exclamó Catalina Ivanovna,
rechazando la evidencia.
Y mecía en sus brazos a Sonia como si fuera una niña, y la estrechaba una y
otra vez contra su pecho, o le cogía las manos y se las cubría de besos
apasionados.
¿Robar tú? ¡Qué imbéciles, Señor! ¡Necios, todos sois unos necios! gritó,
dirigiéndose a los presentes . ¡No sabéis lo hermoso que es su corazón!
¿Robar ella..., ella? ¡Pero si sería capaz de vender hasta su último trozo de
ropa y quedarse descalza para socorrer a quien lo necesitase! ¡Así es ella! ¡Se
hizo extender la tarjeta amarilla para que mis hijos y yo no muriésemos de
hambre! ¡Se vendió por nosotros! ¡Ah, mi querido difunto, mi pobre difunto!
¿Ves esto, pobre esposo mío? ¡Qué comida de funerales, Señor! ¿Por qué no
la defiendes, Dios mío? ¿Y qué hace usted ahí, Rodion Romanovitch, sin decir
nada? ¿Por qué no la defiende usted? ¿Es que también usted la cree
culpable? ¡Todos vosotros juntos valéis menos que su dedo meñique! ¡Señor,
Señor! ¿Por qué no la defiendes?
La desesperación de la infortunada Catalina Ivanovna produjo profunda y
general emoción. Aquel rostro descarnado de tísica, contraído por el
sufrimiento; aquellos labios resecos, donde la sangre se había coagulado;
aquella voz ronca; aquellos sollozos, tan violentos como los de un niño, y, en
fin, aquella demanda de auxilio, confiada, ingenua y desesperada a la vez, todo
esto expresaba un dolor tan punzante, que era imposible permanecer
indiferente ante él. Por lo menos Piotr Petrovitch dio muestras de
compadecerse.
Cálmese, señora, cálmese dijo gravemente . Este asunto no le concierne en
lo más mínimo. Nadie piensa acusarla de premeditación ni de complicidad, y
menos habiendo sido usted misma la que ha descubierto el robo al registrarle
los bolsillos. Esto basta para demostrar su inocencia... Me siento inclinado a
ser indulgente ante un acto en que la miseria puede haber sido el móvil que ha
impulsado a Sonia Simonovna. Pero ¿por qué no quiere usted confesar,
señorita? ¿Teme usted al deshonor? ¿Ha sido la primera vez? ¿Acaso ha
perdido usted la cabeza? Todo esto es comprensible, muy comprensible... Sin
embargo, ya ve usted a lo que se ha expuesto... Señores continuó,
dirigiéndose a la concurrencia , dejándome llevar de un sentimiento de
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