jamás debe dejarse maniatar por ellas. La misión del magistrado que interroga
a un declarante es, dentro de su género, un arte, o algo parecido. ¡Je, je, je!
Porfirio Petrovitch se detuvo un instante para tomar alientos. Hablaba sin
descanso y, generalmente, para no decir nada, para devanar una serie de
ideas absurdas, de frases estúpidas, entre las que deslizaba de vez en cuando
una palabra enigmática que naufragaba al punto en el mar de aquella
palabrería sin sentido. Ahora casi corría por el despacho, moviendo
aceleradamente sus gruesas y cortas piernas, con
la mirada fija en el suelo, la mano derecha en la espalda y haciendo con la
izquierda ademanes que no tenían relación alguna con sus palabras.
Raskolnikof se dio cuenta de pronto que un par de veces, al llegar junto a la
puerta, se había detenido, al parecer para prestar atención.
«¿Esperará a alguien?»
Tiene usted razón -continuó Porfirio Petrovitch alegremente y con una
amabilidad que llenó a Raskolnikof de inquietud y desconfianza . Tiene usted
motivo para burlarse tan ingeniosamente como lo ha hecho de nuestras
costumbres jurídicas. Se pretende que tales procedimientos (no todos,
naturalmente) tienen por base una profunda filosofía. Sin embargo, son
perfectamente ridículos y generalmente estériles, sobre todo si se siguen al pie
de la letra las normas establecidas... Hemos vuelto, pues, a la cuestión de las
normas. Bien; supongamos que yo sospecho que cierto señor es el autor de un
crimen cuya instrucción se me ha confiado... Usted ha estudiado Derecho,
¿verdad, Rodion Romanovitch?
Empecé.
Pues bien, he aquí un ejemplo que podrá serle útil más adelante... Pero no
crea que pretendo hacer de profesor con usted, que publica en los periódicos
artículos tan profundos. No, yo sólo me tomo la libertad de exponerle un hecho
a modo de ejemplo. Si yo considero a un individuo cualquiera como un criminal,
¿por qué, dígame, he de inquietarle prematuramente, incluso en el caso de que
tenga pruebas contra él? A algunos me veo obligado a detenerlos
inmediatamente, pero otros son de un carácter completamente distinto. ¿Por
qué no he de dejar a mi culpable pasearse un poco por la ciudad? ¡Je, je...! Ya
veo que usted no me acaba de comprender. Se lo voy a explicar más
claramente. Si me apresuro a ordenar su detención, le proporciono un punto de
apoyo moral, por decirlo así. ¿Se ríe usted?
Raskolnikof estaba muy lejos de reírse. Tenía los labios apretados, y su
ardiente mirada no se apartaba de los ojos de Porfirio Petrovitch.
Sin embargo continuó éste , tengo razón, por lo menos en lo que concierne a
ciertos individuos, pues los hombres son muy diferentes unos de otros y
nuestra única consejera digna de crédito es la práctica. Pero, desde el
momento que tiene usted pruebas, me dirá usted... ¡Dios mío! Usted sabe muy
bien lo que son las pruebas: tres de cada cuatro son dudosas. Y yo, a la vez
que juez de instrucción, soy un ser humano y en consecuencia, tengo mis
debilidades. Una de ellas es mi deseo de que mis diligencias tengan el rigor de
una demostración matemática. Quisiera que mis pruebas fueran tan evidentes
como que dos y dos son cuatro, que constituyeran una demostración clara e
indiscutible. Pues bien, si yo ordeno la detención del culpable antes de tiempo,
por muy convencido que esté de su culpa, me privo de los medios de poder
demostrarlo ulteriormente. ¿Por qué? Porque le proporciono, por decirlo así,
una situación normal. Es un detenido, y como detenido se comporta: se retira a
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