Y se marchó, dejando a Sonia la impresión de que había estado conversando
con un loco. Pero ella misma sentía como si le faltara la razón. La cabeza le
daba vueltas.
« ¡Señor! ¿Cómo sabe quién ha matado a Lisbeth? ¿Qué significan sus
palabras?»
Todo esto era espantoso. Sin embargo, no sospechaba ni remotamente la
verdad.
« Debe de ser muy desgraciado... Ha abandonado a su madre y a su hermana.
¿Por qué? ¿Qué habrá ocurrido? ¿Qué intenciones tiene? ¿Qué significan sus
palabras?»
Le había besado los pies y le había dicho..., le había dicho... que no podía vivir
sin ella. Sí, se lo había dicho claramente.
« ¡Señor, Señor...! »
Sonia estuvo toda la noche ardiendo de fiebre y delirando. Se estremecía,
lloraba, se retorcía las manos; después caía en un sueño febril y soñaba con
Poletchka, con Catalina Ivanovna, con Lisbeth, con la lectura del Evangelio, y
con él, con su rostro pálido y sus ojos llameantes... Él le besaba los pies y
lloraba... ¡Señor, Señor!
Tras la puerta que separaba la habitación de Sonia del departamento de la
señora Resslich había una pieza vacía que correspondía a aquel
compartimiento y que se alquilaba, como indicaba un papel escrito colgado en
la puerta de la calle y otros papeles pegados en las ventanas que daban al
canal. Sonia sabía que aquella habitación estaba deshabitada desde hacía
tiempo. Sin embargo, durante toda la escena precedente, el señor Svidrigailof,
de pie detrás de la puerta que daba al aposento de la joven, había oído
perfectamente toda la conversación de Sonia con su visitante.
Cuando Raskolnikof se fue, Svidrigailof reflexionó un momento, se dirigió de
puntillas a su cuarto, contiguo a la pieza desalquilada, cogió una silla y volvió a
la habitación vacía para colocarla junto a la puerta que daba al dormitorio de
Sonia. La conversación que acababa de oír le había parecido tan interesante,
que había llevado allí aquella silla, pensando que la próxima vez, al día
siguiente, por ejemplo, podría escuchar con toda comodidad, sin que turbara su
satisfacción la molestia de permanecer de pie media hora.
V
Cuando, al día siguiente, a las once en punto, Raskolnikof fue a ver al juez de
instrucción, se extrañó de tener que hacer diez largos minutos de antesala.
Este tiempo transcurrió, como mínimo, antes de que le llamaran, siendo así
que él esperaba ser recibido apenas le anunciasen. Allí estuvo, en la sala de
espera, viendo pasar personas que no le prestaban la menor atención. En la
sala contigua trabajaban varios escribientes, y saltaba a la vista que ninguno
de ellos tenía la menor idea de quién era Raskolnikof.
El visitante paseó por toda la estancia una mirada retadora, preguntándose si
habría allí algún esbirro, algún espía encargado de vigilarle para impedir su
fuga. Pero no había nada de esto. Sólo veía caras de funcionarios que
reflejaban cuidados mezquinos, y rostros de otras personas que, como los
funcionarios, no se interesaban lo más mínimo por él. Se podría haber
marchado al fin del mundo sin llamar la atención de nadie. Poco a poco se iba
convenciendo de que si aquel misterioso personaje, aquel fantasma que
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