y los puños lo que la apenaba, sino que yo no se los hubiera querido dar. ¡Ah,
si yo pudiese reparar aquello, borrar las palabras que dije...!
¿De modo que conocía usted a Lisbeth, esa vendedora que iba por las casas?
Sí. ¿Usted también la conocía? preguntó Sonia con cierto asombro.
Catalina Ivanovna está en el último grado de la tisis, y se morirá, se morirá
muy pronto dijo Raskolnikof tras una pausa y sin contestar a la pregunta de
Sonia.
¡Oh, no, no!
Sonia le había cogido las manos, sin darse cuenta de lo que hacía, y parecía
suplicarle que evitara aquella desgracia.
Lo mejor es que muera dijo Raskolnikof.
¡No, no! ¿Cómo va a ser mejor? exclamó Sonia, trastornada, llena de
espanto.
¿Y los niños? ¿Qué hará usted con ellos? No se los va a traer aquí.
¡No sé lo que haré! ¡No sé lo que haré! exclamó, desesperada, oprimiéndose
las sienes con las manos.
Sin duda este pensamiento la había atormentado con frecuencia, y Raskolnikof
lo había despertado con sus preguntas.
Y si usted se pone enferma, incluso viviendo Catalina Ivanovna, y se la llevan
al hospital, ¿qué sucederá? siguió preguntando despiadadamente.
¡Oh! ¿Qué dice usted? ¿Qué dice usted? ¡Eso es imposible! exclamó Sonia
con el rostro contraído, con una expresión de espanto indecible.
¿Por qué imposible? preguntó Raskolnikof con una sonrisa sarcástica . Usted
no es inmune a las enfermedades, ¿verdad? ¿Qué sería de ellos si usted se
pusiera enferma? Se verían todos en la calle. La madre pediría limosna sin
dejar de toser, después golpearía la pared con la cabeza como ha hecho hoy, y
los niños llorarían. Al fin quedaría tendida en el suelo y se la llevarían, primero
a la comisaría y después al hospital. Allí se moriría, y los niños...
¡No, no! ¡Eso no lo consentirá Dios! gritó Sonia con voz ahogada.
Le había escuchado con gesto suplicante, enlazadas las manos en una muda
imploración, como si todo dependiera de él.
Raskolnikof se levantó y empezó a ir y venir por el aposento. Así transcurrió un
minuto. Sonia estaba de pie, los brazos pendientes a lo largo del cuerpo, baja
la cabeza, presa de una angustia espantosa.
¿Es que usted no puede hacer economías, poner algún dinero a un lado?
preguntó Raskolnikof de pronto, deteniéndose ante ella.
No murmuró Sonia.
No me extraña. ¿Lo ha intentado? preguntó con una sonrisa burlona.
Sí.
Y no lo ha conseguido, claro. Es muy natural. No hace falta preguntar el
motivo.
Y continuó sus paseos por la habitación. Hubo otro minuto de silencio.
¿Es que no gana usted dinero todos los días? preguntó Rodia.
Sonia se turbó más todavía y enrojeció.
No murmuró con un esfuerzo doloroso.
La misma suerte espera a Poletchka dijo Raskolnikof de pronto.
¡No, no! ¡Eso es imposible! exclamó Sonia.
Fue un grito de desesperación. Las palabras de Raskolnikof la habían herido
como una cuchillada.
¡Dios no permitirá una abominación semejante!
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