astilla de madera al quebrarse. Después todo volvió a quedar en silencio. Una
mosca se despertó y se precipitó contra los cristales, dejando oír su bordoneo
quejumbroso. En este momento, Raskolnikof descubrió en un rincón, entre la
cómoda y la ventana, una capa colgada en la pared.
«¿Qué hace esa capa aquí? pensó . Entonces no estaba.»
Apartó la capa con cuidado y vio una silla, y en la silla, sentada en el borde y
con el cuerpo doblado hacia delante, una vieja. Tenía la cabeza tan baja, que
Raskolnikof no podía verle la cara. Pero no le cupo duda de que era ella...
Permaneció un momento inmóvil. «Tiene miedo», pensó mientras desprendía
poco a poco el hacha del nudo corredizo. Después descargó un hachazo en la
nuca de la vieja, y otro en seguida. Pero, cosa extraña, ella no hizo el menor
movimiento: se habría dicho que era de madera. Sintió miedo y se inclinó hacia
delante para examinarla, pero ella bajó la cabeza más todavía. Entonces él se
inclinó hasta tocar el suelo con su cabeza y la miró de abajo arriba. Lo que vio
le llenó de espanto: la vieja reventaba de risa, de una risa silenciosa que
trataba de ahogar, haciendo todos los esfuerzos imaginables.
De súbito le pareció que la puerta del dormitorio estaba entreabierta y que
alguien se reía allí también. Creyó oír un cuchicheo y se enfureció. Empezó a
golpear la cabeza de la vieja con todas sus fuerzas, pero a cada hachazo
redoblaban las risas y los cuchicheos en la habitación vecina, y lo mismo podía
decirse de la vieja, cuya risa había cobrado una violencia convulsiva.
Raskolnikof intentó huir, pero el vestíbulo estaba lleno de gente. La puerta que
daba a la escalera estaba abierta de par en par, y por ella pudo ver que
también el rellano y los escalones estaban llenos de curiosos. Con las cabezas
juntas, todos miraban, tratando de disimular. Todos esperaban en silencio. Se
le oprimió el corazón. Las piernas se negaban a obedecerle; le parecía tener
los pies clavados en el suelo... Intentó gritar y se despertó.
tenía que hacer grandes esfuerzos para respirar, y aunque estaba bien
despierto le parecía que su sueño continuaba. La causa de ello era que, en pie
en el umbral de la habitación, cuya puerta estaba abierta de par en par, un
hombre al que no había visto jamás le contemplaba atentamente.
Raskolnikof, que no había abierto los ojos del todo, se apresuró a volver a
cerrarlos. Estaba echado boca arriba y no hizo el menor movimiento.
«¿Sigo soñando o ya estoy despierto?», se preguntó.
Y levantó los párpados casi imperceptiblemente para mirar al desconocido.
Éste seguía en el umbral, observándole con la misma atención. De pronto entró
cautelosamente en el aposento, cerró la puerta tras él con todo cuidado, se
acercó a la mesa, estuvo allí un minuto sin apartar los ojos del joven y, sin
hacer el menor ruido, se sentó en una silla, cerca del diván. Dejó su sombrero
en el suelo, apoyó las manos sobre el puño del bastón y puso la barbilla sobre
las manos. Era evidente que se preparaba para una larga espera.
Raskolnikof le dirigió una mirada furtiva y pudo ver que el desconocido no era
ya joven, pero sí de complexión robusta, y que llevaba barba, una barba
espesa, rubia, que empezaba a blanquear.
Estuvieron así diez minutos. Había aún alguna claridad, pero el día tocaba a su
fin. En la habitación reinaba el más profundo silencio. De la escalera no llegaba
el menor ruido. Sólo se oía un moscardón que se había lanzado contra los
cristales y que volaba junto a ellos, zumbando y golpeándolos obstinadamente.
Al fin, este silencio se hizo insoportable. Raskolnikof se incorporó y quedó
sentado en el diván.
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