de pagar el entierro», como él dice, sino realmente para pagar el entierro, y no
a la hija, «cuya mala conducta es del dominio público» (yo la vi ayer por
primera vez en mi vida), sino a la viuda en persona. En todo esto yo no veo
sino el deseo de envilecerme a vuestros ojos a indisponerme con vosotras.
Este pasaje está escrito también en lenguaje jurídico, por lo que revela
claramente el fin perseguido y una avidez bastante cándida. Es un hombre
inteligente, pero no basta ser inteligente para conducirse con prudencia... La
verdad, no creo que ese hombre sepa apreciar tus prendas. Y conste que lo
digo por tu bien, que deseo con toda sinceridad.
Dunetchka nada repuso. Ya había tomado su decisión: esperaría que llegase la
noche.
¿Qué piensas hacer, Rodia? preguntó Pulqueria Alejandrovna, inquieta ante
el tono reposado y grave que había adoptado su hijo.
¿A qué te refieres?
Ya has visto que Piotr Petrovitch dice que no quiere verte en nuestra casa esta
noche, y que se marchará si... si lo encuentra allí. ¿Qué harás, Rodia: vendrás
o no?
Eso no soy yo el que tiene que decirlo, sino vosotras. Lo primero que debéis
hacer es preguntaros si esa exigencia de Piotr Petrovitch no os parece
insultante. Sobre todo, es Dunia la que habrá de decidir si se siente o no
ofendida. Yo terminó secamente haré lo que vosotras me digáis.
Dunetchka ha resuelto ya la cuestión, y yo soy enteramente de su parecer
respondió al punto Pulqueria Alejandrovna.
Lo que he decidido, Rodia, es rogarte encarecidamente que asistas a la
entrevista de esta noche dijo Dunia . ¿Vendrás?
Iré.
También a usted le ruego que venga añadió Dunetchka dirigiéndose a
Rasumikhine . ¿Has oído, mamá? He invitado a Dmitri Prokofitch.
Me parece muy bien. Que todo se haga de acuerdo con tus deseos. Celebro tu
resolución, porque detesto la ficción y la mentira. Que el asunto se ventile con
toda franqueza. Y si Piotr Petrovitch se molesta, allá él.
IV
En ese momento, la puerta se abrió sin ruido y apareció una joven que paseó
una tímida mirada por la habitación. Todos los ojos se fijaron en ella con tanta
sorpresa como curiosidad. Raskolnikof no la reconoció en seguida. Era Sonia
Simonovna Marmeladova. La había visto el día anterior por primera vez , pero
en circunstancias y con un atavío que habían dejado en su memoria una
imagen completamente distinta de ella. Ahora iba modestamente, incluso
pobremente vestida y parecía muy joven, una muchachita de modales
honestos y reservados y carita inocente y temerosa. Llevaba un vestido
sumamente sencillo y un sombrero viejo y pasado de moda. Su mano
empuñaba su sombrilla, único vestigio de su atavío del día anterior. Fue tal su
confusión al ver la habitación llena de gente, que perdió por completo la
cabeza, como si fuera verdaderamente una niña, y se dispuso a marcharse.
¡Ah! ¿Es usted? exclamó Raskolnikof, en el colmo de la sorpresa. Y de pronto
también él se sintió turbado.
Recordó que su madre y su hermana habían leído en la carta de Lujine la
alusión a una joven cuya mala conducta era del dominio público. Cuando
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