aquí que yo, su propio padre, le he arrancado los treinta kopeks que tenía. Y
me los bebo, ya me los he bebido. Dígame usted: ¿quién puede apiadarse de
un hombre como yo? Dígame, señor: ¿tiene usted piedad de mí o no la tiene?
Con franqueza, señor: ¿me compadece o no me compadece? ¡Ja, ja, ja!
Intentó llenarse el vaso, pero la botella estaba vacía.
Pero ¿por qué te han de compadecer? preguntó el tabernero, acercándose a
Marmeladof.
La sala se llenó de risas mezcladas con insultos. Los primeros en reír e insultar
fueron los que escuchaban al funcionario. Los otros, los que no habían
prestado atención, les hicieron coro, pues les bastaba ver la cara del charlatán.
¿Compadecerme? ¿Por qué me han de compadecer? bramó de pronto
Marmeladof, levantándose, abriendo los brazos con un gesto de exaltación,
como si sólo esperase este momento . ¿Por qué me han de compadecer?, me
preguntas. Tienes razón: no merezco que nadie me compadezca; lo que
merezco es que me crucifiquen. ¡Sí, la cruz, no la compasión...! ¡Crucifícame,
juez! ¡Hazlo y, al crucificarme, ten piedad del crucificado! Yo mismo me
encaminaré al suplicio, pues tengo sed de dolor y de lágrimas, no de alegría.
¿Crees acaso, comerciante, que la media botella me ha proporcionado algún
placer? Sólo dolor, dolor y lágrimas he buscado en el fondo de este frasco... Sí,
dolor y lágrimas... Y los he encontrado, y los he saboreado. Pero nosotros no
podemos recibir la piedad sino de Aquel que ha sido piadoso con todos los
hombres; de Aquel que todo lo comprende, del único, de nuestro único Juez. Él
vendrá el día del Juicio y preguntará: «¿Dónde está esa joven que se ha
sacrificado por una madrastra tísica y cruel y por unos niños que no son sus
hermanos? ¿Dónde está esa joven que ha tenido piedad de su padre y no ha
vuelto la cara con horror ante ese bebedor despreciable?» Y dirá a Sonia:
«Ven. Yo te perdoné..., te perdoné..., y ahora te redimo de todos tus pecados,
porque tú has amado mucho.» Sí, Él perdonará a mi Sonia, El la perdonará, yo
sé que Él la perdonará. Lo he sentido en mi corazón hace unas horas, cuando
estaba en su casa... Todos seremos juzgados por Él, los buenos y los malos. Y
nosotros oiremos también su verbo. Él nos dirá: «Acercaos, acercaos también
vosotros, los bebedores; acercaos, débiles y desvergonzadas criaturas.» Y
todos avanzaremos sin temor y nos detendremos ante Él. Y Él dirá: «¡Sois
unos cerdos, lleváis el sello de la bestia y como bestias sois, pero venid
conmigo también!» Entonces, los inteligentes y los austeros se volverán hacia
Él y exclamarán: «Señor, ¿por qué recibes a éstos?» Y Él responderá: «Los
recibo, ¡oh sabios!, los recibo, ¡oh personas sensatas!, porque ninguno de ellos
se ha considerado jamás digno de este favor.» Y Él nos tenderá sus divinos
brazos y nosotros nos arrojaremos en ellos, deshechos en lágrimas..., y lo
comprenderemos todo, entonces lo comprenderemos todo..., y entonces todos
comprenderán... También comprenderá Catalina Ivanovna... ¡Señor, venga a
nos el reino!
Se dejó caer en un asiento, agotado, sin mirar a nadie, como si, en la
profundidad de su delirio, se hubiera olvidado de todo lo que le rodeaba.
Sus palabras habían producido cierta impresión. Hubo unos instantes de
silencio. Pero pronto estallaron las risas y las invectivas.
¿Habéis oído?
¡Viejo chocho!
¡Burócrata!
Y otras cosas parecidas.
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