caído por una escalera, un comerciante ebrio que había muerto abrasado, un
incendio en el barrio de las Arenas, otro incendio en el nuevo barrio de
Petersburgo, otro en este mismo barrio... Izler... Izler... Massimo...
«¡Aquí está!»
Había encontrado al fin lo que buscaba, y empezó a leer. Las líneas danzaban
ante sus ojos. Sin embargo, leyó el suceso hasta el fin de la información y
buscó nuevas noticias sobre el hecho en los números siguientes. Sus manos
temblaban de impaciencia al pasar las páginas...
De pronto, alguien se sentó a su lado y él le dirigió una mirada. Era Zamiotof,
Zamiotof en persona, con la misma indumentaria que llevaba en la comisaría.
Lucía sus anillos, sus cadenas, sus cabellos negros, rizados, abrillantados y
partidos por una raya perfecta. Llevaba su maravilloso chaleco, su americana
un tanto gastada y su camisa no del todo nueva. Parecía de excelente humor,
pues sonreía afectuosamente. El champán había coloreado su cetrino rostro.
Pero ¿usted aquí? dijo con un gesto de asombro y con el tono que habría
adoptado para dirigirse a un viejo camarada . Pero si Rasumikhine me dijo ayer
que estaba usted todavía delirando. ¡Qué cosa tan rara! ¿Sabe que estuve en
su casa?
Raskolnikof había presentido que el secretario de la comisaría se acercaría a
él. Dejó los periódicos y se encaró con Zamiotof. En sus labios se percibía una
sonrisa irónica que dejaba traslucir cierta irritación.
Ya sé que vino usted respondió ; ya me lo han dicho... Usted me buscó la
bota... ¿Sabe que tiene subyugado a Rasumikhine? Dice que estuvieron
ustedes dos en casa de Luisa Ivanovna, aquella a la que usted intentaba
defender el otro día. Ya sabe lo que quiero decir. Usted hacía señas al
«teniente Pólvora» y él no lo entendía. ¿Se acuerda usted? Sin embargo, no
hacía falta ser un lince para comprenderlo. La cosa no podía estar más clara.
¡Qué charlatán!
¿Se refiere al «teniente Pólvora»?
No, a su amigo Rasumikhine.
¡Vaya, vaya, señor Zamiotof! ¡Para usted es la vida! Usted tiene entrada libre y
gratuita en lugares encantadores. ¿Quién le ha invitado a champán ahora
mismo?
¿Invitado...? Hemos bebido champán. Pero ¿a santo de qué tenían que
invitarme?
Para corresponder a algún favor. Ustedes sacan provecho de todo.
Raskolnikof se echó a reír.
No se enfade, no se enfade añadió, dándole una palmada en la espalda . Se
lo digo sin malicia alguna, amistosamente, por pura diversión, como decía de
los puñetazos que dio a Mitri el pintor que detuvieron ustedes por el asunto de
la vieja.
¿Cómo sabe usted que dijo eso?
Yo sé muchas cosas, tal vez más que usted, sobre ese asunto...
¡Qué raro está usted...! No me cabe duda de que está todavía enfermo. No
debió salir de casa.
¿De modo que le parece que estoy raro?
Sí. ¿Qué estaba leyendo?
Los periódicos.
Sólo hablan de incendios.
Yo no leía los incendios.
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