atentamente las caras de unos y otros. Pero los campesinos no le prestaban la
menor atención. Todos hablaban a gritos, divididos en pequeños grupos.
Después de reflexionar un momento, prosiguió su camino en dirección al
bulevar V. Pronto dejó la plaza y se internó en una calleja que, formando un
recodo, conduce a la calle de Sadovaia. Había recorrido muchas veces aquella
callejuela. Desde hacía algún tiempo, una fuerza misteriosa le impulsaba a
deambular por estos lugares cuando la tristeza le dominaba, con lo que se
ponía más triste aún. Esta vez entró en la callejuela inconscientemente. Llegó
ante un gran edificio donde todo eran figones y establecimientos de bebidas.
De ellos salían continuamente mujeres destocadas y vestidas con negligencia
(como quien no ha de alejarse de su casa), y formaban grupos aquí y allá, en la
acera, y especialmente al borde de las escaleras que conducían a los tugurios
de mala fama del subsuelo.
En uno de estos antros reinaba un estruendo ensordecedor. Se tocaba la
guitarra, se cantaba y todo el mundo parecía divertirse. Ante la entrada había
un nutrido grupo de mujeres. Unas estaban sentadas en los escalones, otras
en la acera y otras, en fin, permanecían de pie ante la puerta, charlando. Un
soldado, bebido, con el cigarrillo en la boca, erraba en torno de ellas, lanzando
juramentos. Al parecer no se acordaba del sitio adonde quería dirigirse. Dos
individuos desarrapados cambiaban insultos. Y, en fin, se veía un borracho
tendido cuan largo era en medio de la calle.
Raskolnikof se detuvo junto al grupo principal de mujeres. Éstas platicaban con
voces desgarradas. Vestían ropas de Indiana, Ilevaban la cabeza descubierta y
calzado de cabritilla. Unas pasaban de los cuarenta; otras apenas habían
cumplido los diecisiete. Todas tenían los ojos hinchados.
El canto y todos los ruidos que salían del tugurio subterráneo cautivaron a
Raskolnikof. Entre las carcajadas y el alegre bullicio se oía una fina voz de
falsete que entonaba una bella melodía, mientras alguien danzaba
furiosamente al son de una guitarra, marcando el compás con los talones.
Raskolnikof, inclinado hacia el sótano, escuchaba, con semblante triste y
soñador.
Mi hombre, amor mío,
no me pegues sin razón,
cantaba la voz aguda. El oyente mostraba un deseo tan ávido de captar hasta
la última sílaba de esta canción, que se diría que aquello era para él cuestión
de vida o muerte.
«¿Y si entrase? pensó . Se ríen. Es la embriaguez. ¿Y si yo me embriagase
también?»
¿No entra usted, caballero? le preguntó una de las mujeres.
Su voz era clara y todavía fresca. Parecía joven y era la única del grupo que no
inspiraba repugnancia.
Raskolnikof levantó la cabeza y exclamó mientras la miraba:
¡Qué bonita eres!
Ella sonrió. El cumplido la había emocionado.
Usted también es un guapo mozo dijo.
Demasiado delgado dijo otra de aquellas mujeres, con voz cavernosa .
Seguro que acaba de salir del hospital.
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