Lo he notado en seguida respondió Rasumikhine . Presta atención y se
inquieta. Precisamente se puso enfermo el día en que oyó hablar de ese
asunto en la comisaría. Incluso se desvaneció.
Ven esta noche a mi casa. Quiero que me cuentes detalladamente todo eso.
Me interesa mucho. Yo también tengo algo que contarte. Volveré a verle dentro
de media hora. Por el momento no hay que temer ningún trastorno cerebral
grave.
Gracias por todo. Ahora voy a ver a Pachenka. Diré a Nastasia que lo vigile.
Cuando sus amigos se fueron, Raskolnikof dirigió una mirada llena de
angustiosa impaciencia hasta Nastasia, pero ella no parecía dispuesta a
marcharse.
¿Te traigo ya el té? preguntó.
Después. Ahora quiero dormir. Vete.
Se volvió hacia la pared con un movimiento convulsivo, y Nastasia salió del
aposento.
VI
Apenas Se hubo marchado la sirvienta, Raskolnikof se levantó, echó el cerrojo,
deshizo el paquete de las prendas de vestir comprado por Rasumikhine y
empezó a ponérselas. Aunque parezca extraño, se había serenado de súbito.
La frenética excitación que hacía unos momentos le dominaba y el pánico de
los últimos días habían desaparecido. Era éste su primer momento de calma,
de una calma extraña y repentina. Sus movimientos, seguros y precisos,
revelaban una firme resolución. «Hoy, de hoy no pasa», murmuró.
Se daba cuenta de su estado de debilidad, pero la extrema tensión de ánimo a
la que debía su serenidad le comunicaba una gran serenidad en sí mismo y
parecía darle fuerzas. Por lo demás, no temía caerse en la calle. Cuando
estuvo enteramente vestido con sus ropas nuevas, permaneció un momento
contemplando el dinero que Rasumikhine había dejado en la mesa. Tras unos
segundos de reflexión, se lo echó al bolsillo. La cantidad ascendía a veinticinco
rublos. Cogió también lo que a su amigo le había sobrado de los diez rublos
destinados a la compra de las prendas de vestir y, acto seguido, descorrió el
cerrojo. Salió de la habitación y empezó a bajar la escalera. Al pasar por el piso
de la patrona dirigió una mirada a la cocina, cuya puerta estaba abierta.
Nastasia daba la espalda a la escalera, ocupada en avivar el fuego del
samovar. No oyó nada. En lo que menos pensaba era en aquella fuga.
Momentos después ya estaba en la calle. Eran alrededor de las ocho y el sol
se había puesto. La atmósfera era asfixiante, pero él aspiró ávidamente el
polvoriento aire, envenenado por las emanaciones pestilentes de la ciudad.
Sintió un ligero vértigo, pero sus ardientes ojos y todo su rostro, descarnado y
lívido, expresaron de súbito una energía salvaje. No llevaba rumbo fijo, y ni
siquiera pensaba en ello. Sólo pensaba en una cosa: que era preciso poner fin
a todo aquello inmediatamente y de un modo definitivo, y que si no lo
conseguía no volvería a su casa, pues no quería seguir viviendo así. Pero
¿cómo lograrlo? Del modo de «terminar», como él decía, no tenía la menor
idea. Sin embargo, procuraba no pensar en ello; es más, rechazaba este
pensamiento, porque le torturaba. Sólo tenía un sentimiento y una idea: que
era necesario que todo cambiara, fuera como fuere y costara lo que costase.
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