CRIMEN Y CASTIGO crimen y castigo | Page 102

Ya estoy enterado, ya estoy enterado replicó de súbito Raskolnikof, cuyo semblante expresaba viva irritación . Es usted el novio, ¿verdad? Bien, pues ya ve que lo sé. Piotr Petrovitch se sintió profundamente herido por la aspereza de Raskolnikof, pero no lo dejó entrever. Se preguntaba a qué obedecía aquella actitud. Hubo una pausa que duró no menos de un minuto. Raskolnikof, que para contestarle se había vuelto ligeramente hacia él, empezó de súbito a examinarlo fijamente, con cierta curiosidad, como si no hubiese tenido todavía tiempo de verle o como si de pronto hubiese descubierto en él algo que le llamara la atención. Incluso se incorporó en el diván para poder observarlo mejor. Sin duda, el aspecto de Piotr Petrovitch tenía un algo que justificaba el calificativo de novio que acababa de aplicársele tan gentilmente. Desde luego, se veía claramente, e incluso demasiado, que Piotr Petrovitch había aprovechado los días que llevaba en la capital para embellecerse, en previsión de la llegada de su novia, cosa tan inocente como natural. La satisfacción, acaso algo excesiva, que experimentaba ante su feliz transformación podía perdonársele en atención a las circunstancias. El traje del señor Lujine acababa de salir de la sastrería. Su elegancia era perfecta, y sólo en un punto permitía la crítica: el de ser demasiado nuevo. Todo en su indumentaria se ajustaba al plan establecido, desde el elegante y flamante sombrero, al que él prodigaba toda suerte de cuidados y tenía entre sus manos con mil precauciones, hasta los maravillosos guantes de color lila, que no llevaba puestos, sino que se contentaba con tenerlos en la mano. En su vestimenta predominaban los tonos suaves y claros. Llevaba una ligera y coquetona americana habanera, pantalones claros, un chaleco del mismo color, una fina camisa recién salida de la tienda y una encantadora y pequeña corbata de batista con listas de color de rosa. Lo más asombroso era que esta elegancia le sentaba perfectamente. Su fisonomía, fresca e incluso hermosa, no representaba los cuarenta y cinco años que ya habían pasado por ella. La encuadraban dos negras patillas que se extendían elegantemente a ambos lados del mentón, rasurado cuidadosamente y de una blancura deslumbrante. Su cabello se mantenía casi enteramente libre de canas, y un hábil peluquero había conseguido rizarlo sin darle, como suele ocurrir en estos casos, el ridículo aspecto de una cabeza de marido alemán. Lo que pudiera haber de desagradable y antipático en aquella fisonomía grave y hermosa no estaba en el exterior. Después de haber examinado a Lujine con impertinencia, Raskolnikof sonrió amargamente, dejó caer la cabeza sobre la almohada y continuó contemplando el techo. Pero el señor Lujine parecía haber decidido tener paciencia y fingía no advertir las rarezas de Raskolnikof. Lamento profundamente encontrarle en este estado dijo para reanudar la conversación . Si lo hubiese sabido, habría venido antes a verle. Pero usted no puede imaginarse las cosas que tengo que hacer. Además, he de intervenir en un debate importante del Senado. Y no hablemos de esas ocupaciones cuya índole puede usted deducir: espero a su familia, es decir, a su madre y a su hermana, de un momento a otro. Raskolnikof hizo un movimiento y pareció que iba a decir algo. Su semblante dejó entrever cierta agitación. Piotr Petrovitch se detuvo y esperó un momento, pero, viendo que Raskolnikof no desplegaba los labios, continuó:   101