Ya estoy enterado, ya estoy enterado replicó de súbito Raskolnikof, cuyo
semblante expresaba viva irritación . Es usted el novio, ¿verdad? Bien, pues ya
ve que lo sé.
Piotr Petrovitch se sintió profundamente herido por la aspereza de Raskolnikof,
pero no lo dejó entrever. Se preguntaba a qué obedecía aquella actitud. Hubo
una pausa que duró no menos de un minuto. Raskolnikof, que para contestarle
se había vuelto ligeramente hacia él, empezó de súbito a examinarlo fijamente,
con cierta curiosidad, como si no hubiese tenido todavía tiempo de verle o
como si de pronto hubiese descubierto en él algo que le llamara la atención.
Incluso se incorporó en el diván para poder observarlo mejor.
Sin duda, el aspecto de Piotr Petrovitch tenía un algo que justificaba el
calificativo de novio que acababa de aplicársele tan gentilmente. Desde luego,
se veía claramente, e incluso demasiado, que Piotr Petrovitch había
aprovechado los días que llevaba en la capital para embellecerse, en previsión
de la llegada de su novia, cosa tan inocente como natural. La satisfacción,
acaso algo excesiva, que experimentaba ante su feliz transformación podía
perdonársele en atención a las circunstancias. El traje del señor Lujine
acababa de salir de la sastrería. Su elegancia era perfecta, y sólo en un punto
permitía la crítica: el de ser demasiado nuevo. Todo en su indumentaria se
ajustaba al plan establecido, desde el elegante y flamante sombrero, al que él
prodigaba toda suerte de cuidados y tenía entre sus manos con mil
precauciones, hasta los maravillosos guantes de color lila, que no llevaba
puestos, sino que se contentaba con tenerlos en la mano. En su vestimenta
predominaban los tonos suaves y claros. Llevaba una ligera y coquetona
americana habanera, pantalones claros, un chaleco del mismo color, una fina
camisa recién salida de la tienda y una encantadora y pequeña corbata de
batista con listas de color de rosa. Lo más asombroso era que esta elegancia le
sentaba perfectamente. Su fisonomía, fresca e incluso hermosa, no
representaba los cuarenta y cinco años que ya habían pasado por ella. La
encuadraban dos negras patillas que se extendían elegantemente a ambos
lados del mentón, rasurado cuidadosamente y de una blancura deslumbrante.
Su cabello se mantenía casi enteramente libre de canas, y un hábil peluquero
había conseguido rizarlo sin darle, como suele ocurrir en estos casos, el
ridículo aspecto de una cabeza de marido alemán. Lo que pudiera haber de
desagradable y antipático en aquella fisonomía grave y hermosa no estaba en
el exterior.
Después de haber examinado a Lujine con impertinencia, Raskolnikof sonrió
amargamente, dejó caer la cabeza sobre la almohada y continuó contemplando
el techo.
Pero el señor Lujine parecía haber decidido tener paciencia y fingía no advertir
las rarezas de Raskolnikof.
Lamento profundamente encontrarle en este estado dijo para reanudar la
conversación . Si lo hubiese sabido, habría venido antes a verle. Pero usted no
puede imaginarse las cosas que tengo que hacer. Además, he de intervenir en
un debate importante del Senado. Y no hablemos de esas ocupaciones cuya
índole puede usted deducir: espero a su familia, es decir, a su madre y a su
hermana, de un momento a otro.
Raskolnikof hizo un movimiento y pareció que iba a decir algo. Su semblante
dejó entrever cierta agitación. Piotr Petrovitch se detuvo y esperó un momento,
pero, viendo que Raskolnikof no desplegaba los labios, continuó:
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