—¡Alegrías! ¡Alegrías!
Profanaba un hombre desde el centro de la solitaria explanada.
Corrí hacia donde se encontraba pero ese día era especialmente soleado y el reflejo del concreto me cegaba por completo, así que me guié por el sonido de su voz; al llegar le
pedí dos alegrías —y vaya que las necesitaba con urgencia—.
—Una por cinco y dos por diez, vienen con harta pasita y piloncillo, como las originales, le van a gustar y hasta va a regresar por más.
Decepcionado me di la vuelta y regresé por donde venía: las
alegrías no se compran ni se venden, si acaso se regalan.
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