Crónicas naturalmente cotidianas
Por: Elimar Bello T.
La vida en la ciudad nos pone a merced de la indolencia, pero pocas veces nos damos cuenta de ello. No es extraño que nos hayamos acostumbrado a ver basura en el suelo y que ni siquiera nos demos cuenta de que está allí. Recientemente mi hija menor me pidió que le comprara un dulce mientras esperábamos el transporte público. Como madre diligente le compré el chocolate con el que soñaba después de la cita médica.
Rápidamente acabó con el dulce y, diligentemente, buscó un cesto de basura para desechar el envoltorio. Miró a su alrededor pero ninguna cesta de basura se visualizaba en el horizonte.
El pequeño papel se arrugaba entre sus dedos mientras con voz de desconcierto me preguntaba:“¿ Dónde boto esto, mami?”. Sólo en ese momento percibí que no existía alrededor un lugar en el cual se pudieran dejar los desechos que cotidianamente producimos cuando estamos transitando por calles y avenidas.
Responsablemente le pedí el envoltorio que había quedado vacío, lo doblé y lo coloqué en mi cartera. Mientras la miraba le expliqué que no se debía lanzar al suelo ninguna basura, aunque no se encontrara cerca ningún recipiente en el cual colocarla. Con los más pequeños cada instante se transforma en una oportunidad para tomar consciencia y ejercer nuestra labor orientadora.