LOS IDIOTAS
LUCRECIA VON TRIER
No necesitaría verlo de nuevo para reconocerlo. Él era “el loquito”. Sus padres, en
una negación talentosa, no decían su diagnóstico. Le decían “el loquito”. La madre lo
decía en un suspiro: su niño jamás será lo que debería ser, lo que le pedimos todos
que sea. Era un niño peligroso, un niño con la fuerza de un adulto y los berrinches de
un infante. Todos los honraban. Estaban sacrificando su vida por su hijo, sublimando
su amor. Habían tomado ese castigo divino como una razón para vivir y respondieron
valientemente. Pero eso es ahora. Vamos a ver qué pasó.
Mi madre me obligaba a ir con el loquito. Este acto más cercano a la lástima que a la
real solidaridad, me hartaba. Era desperdiciar mis tardes de verano viéndolo babear
y tratando de encastrar cosas. Como el loquito no hablaba (o hablaba en su idioma
inentendible a propósito) yo le hablaba. Era una terapia. Con mis siete añitos, yo le
contaba todo. Era un monólogo que no paraba nunca. Le decía secretos horribles,
como la matanza de insectos. O cosas inocentes como el temor a Dios. El asentía
con supuesta indiferencia, y dirigía miradas al jardín. El jardín era un reino inmenso
de flores y yuyos. Parecía muy cuidado. El pasto siempre estaba parejo y mi vecina
odiaba que el hijo lo arrancara; pero yo debía decirle a él que no se arranque el pelo.
El día que perdí mi inocencia, no fue cuando el loco me atacó, sino cuando dejé de
creer en dios.
Era una tarde de verano. Estaba caminando para mi casa. Y el loco hizo algo que no
debería haber hecho nunca: salió de la casa. Me di cuenta tarde cuando ya me esta-
ba siguiendo. Entré en pánico ¿Y si huía? ¿Y si no volvía? Temí por el loco. Pobre loco.
Terminaría hecho un linyera. Y sus padres, a quienes reconocían como los mejores
del mundo por conservarlo como un eterno niño inútil, los castigarían o peor, se cas-
tigarían a sí mismos por perder su identidad de santos. Eran muchas cosas en juego.
Siempre recuerdo la mirada de lástima de mi madre a esa mujer. Como si allí hubiera
una plegaria de agradecimiento a Dios: “mi criatura es normal”. Volviendo al tema:
se escapó el loco. Pero él miraba fascinado. Pisaba la vereda con sus pies descalzos,
miraba la calle con una mirada sabia de quien ha salido. Incluso el cielo le parecía
más ancho y sonreía viéndolo. Pero no. Yo traté de empujarlo para que volviera o
que me siguiera. Inútil. En un momento enloqueció: me tomó como una amenaza y
comenzó a golpear, pero también a manosearme el pecho y tratar de hacer algo que
no comprendí. En un momento su madre salió e interrumpió lo que hacíamos. Se lo
llevó y pidió perdón enojada.
Llegué a casa con la sensación de que algo se me había roto. El loco tenía una sabidu-
ría incomprensible, una sabiduría de su constante introspección. No les conté a mis
padres. Supe que eso no iba con ninguna maldad: el loco era un niño en ese momen-
to. Como lo era yo. Pero me quedé pensando. Y decidí volver. La madre me recibió
aliviada:
qué sería de su niño inútil si perdía su única compañía. Me acerqué a él. Lo miré con
cuidado. Apoyé mi mano en su rodilla y le conté mi mayor miedo, mi mayor secreto.
Fue despacio, cayendo cada delicada palabra en su oído. Algo cambió en su mirada.
Algo que escapaba al lenguaje humano y convencional. Una mirada de amor propia
de un perro hambriento que encuentra a su dueño. Total devoción y cariño.
Porque, si alguien me podía ver de esa manera podía sentirme en paz.
Fue fácil convencer a su madre de que viniera a mi casa. Le dije que si él tenía tantas
ganas de salir, sería mejor que lo hiciera bajo la supervisión de un adulto. Estuvo de
acuerdo y lo acompañó hasta mi casa. Mis padres estaban haciendo la siesta. Todo
estaba tranquilo. Era el momento ideal. Lo llevé al cuarto de mis padres. Lo senté
en la cama. Me miraba babeando. No era esa mirada clara, sino como si estuviera
en trance. Comencé a ponerme la ropa de mi madre. Pero esto era un momento de
revelación, no un juego infantil. Incluso me hice unas tetas de papel para darle realis-
mo. Pinté mis labios, mis mejillas. Mientras desfilaba siendo yo misma el loco sonreía
tiernamente. Claro, ninguna sonrisa de un loco es tierna: en general da miedo por su
silencio cerrado. Pero repito: era un niño. Seguro que esa sonrisa es porque no están
en conexión con su cuerpo y no saben bien que cara poner.
Me di vuelta. Ya no me miraba en el espejo. No podía encerrarme en mi mirada: que-
ría ver al loco. Alzo los ojos: tenía una mirada plácida. Inmediatamente apoyó las ma-
nos tímidamente en las tetas falsas. Lo dejé. Era una revelación para ambos. Éramos
nosotros mismos, en un cuarto vacío. Fuera seríamos los locos. No seríamos los hijos
deseados. Nuestros padres, lamentarían habernos engendrado. Porque la paternidad
con hijos como nosotros, es un dechado de lástima y arrepentimiento. Un constante
trabajo. El deseo de que seamos buenos engranajes para esta máquina inmunda.
No duró nada ese momento. Nuestros padres irrumpieron. Y ahí lo ví claramente, tan
claro como los ojos del loco. Mi madre puso esa mirada de desasosiego y terror de
la madre del loco. Había encontrado a su hijo en esa situación de total vergüenza y
peor: a la vista de otros. Y los padres del loco, mostraban en sus ojos idiotas una sen-
sación de total liberación: nuestro hijo es normal. Hay ALGO normal en él. Yo era un
loco. Criatura torcida, parida al revés. Me dio mucho miedo la mirada de mi madre,
pero más miedo la de la madre del loco: había orgullo en su hijo y una venganza a
todas las miradas de lástima que mi madre le había echado.
No hace falta decir que pasó luego. Nuestras historias son todas repetidas. Nuestros
padres son iguales a los padres del loco, con la diferencia de que ellos descubren
tarde la terrible verdad. Los hijos no son deseos: son personas. Pero no puedo fun-
cionar: nunca después de haber visto la mirada del loco, esa mirada de comprensión
y ternura. Desde entonces, ahora que he crecido, hago eso todos los días de mi vida:
buscar una mirada, que sea la mirada de un loco.