LALA FUMABA
VICKY GARCIA
Era tan obvio que el wacho se iba a tomar el palo. De movida le pintó un amor raro:
me regaló un gato, me invitó a ir con la madre a la procesión de Luján y a las picadas
en moto que corría por Gaona. Después empezó a barriletear, a pegarse altas giras
con los amigos, a fantasmear. Cuando se compró la Kawasaki ya casi no nos veíamos.
Lala me esperó en la esquina de Iriarte y Luna. Yo no me animaba a entrar sola a la
villa. Hacía un frío de re cagarse. Lala fumaba, se había puesto los anteojos negros de
su viejo y una campera Adidas toda inflada que la hacía parecer una gorda transa.
Entramos. Me temblaban los dedos de las manos. No me temblaban las manos. Me
temblaban los dedos de las manos. Caminamos por una calle que salía a la iglesia,
por donde el forro del novio de Lala compraba porro, y esa merca peruana que te
aniquila y que nos hizo probar la noche que festejaron su aniversario.
Lala saludó a unos pibes re amanecidos que estaban sentados en la vereda. Uno de
los pibes que estaba re pasado de base se bajó el shortcito de Huracán y nos mostró
la pija. Lala dio unos saltitos rápidos y amagó a pegarle una patada como para despe-
dazarle la mandíbula. La atajé justo de la manga de la campera inflada. Lala respiraba
tan raro… como si fuera a implosionar.
Creo que uno de los pibes la reconoció porque le pegó un tincazo en la oreja al colo-
rado del shortcito que todavía se agarraba la pija.
—Todo piola con vos morocha–se levantó un poco la visera y vimos que tenía los ojos
completamente blancos.–Este es un atrevido.
Lala prendió otro pucho y doblamos por las vías. Pasamos por un basural donde una
viejita tiraba pedazos de pollo. Alrededor nuestro olía a quemado. Dos nenas exacta-
mente iguales pasaron corriendo y se rieron.
Lala me dijo que faltaba poco y que cambiara la cara de culo. No era fácil porque
me ardía la nariz y no podía dejar de rascarme. Me apoyé en una de esas escaleras
caracol. Sobre las casitas pintadas de distintos colores se veían nubes grises, esta-
ba tan distraída que no pude ver la enorme mancha negra que venía en dirección a
nosotras. Subí dos o tres escalones tratando de arrastrar a Lala que se quedó estática
mirando la mancha, como si quisiera atajarla con el pecho. El perro era extremada-
mente obeso y masticaba una rata que estaba casi agonizando. Lala se rió, se sacó los
anteojos y de un tirón me hizo bajar las escaleras. El perro negro nos miró de costa-
do, escupió la rata y nos mostró los dientes. Me agarré del brazo de Lala quién debió
decirle algo terrible porque el perro salió rajando para el lado del Riachuelo.
La casa de la paraguaya tenía techo de chapa. Lala golpeó las manos. La puerta que
también era de chapa se entreabrió y escuchamos unos maullidos. Tres gatitos blan-
cos se asomaron al umbral, tenían los ojitos cerrados. Eran mucho más lindos que el
gato gris manchado que me regaló el forro de Javi cuando empezamos a salir.
La paraguaya tenía una peluca roja corta que le llegaba a los hombros, el maquillaje
corrido y una ampolla enorme en la boca.
—Te dije al mediodía pendeja.
—Perdón doña…
—¿Esta es la piba?
Atrás de la paraguaya apareció un tipo alto, con unos brazos enormes y un piercing
en la nariz. Imagino que lo miré más tiempo del que correspondía porque Lala me
dio unos golpecitos en la espalda.
El tipo pateó a los gatitos para adentro y la paraguaya desapareció.
—Son tres lucas.
—¿Cómo tres? –Lala buscó los cigarrillos en el bolsillo de la campera inflada- no que-
damos en tres.
—Pero son tres –El tipo dijo algo en guaraní y la paraguaya le respondió desde aden-
tro- son tres o nada y si no –Se acomodó el piercing con sus dedos negros- y si no
llamo a los giles de la esquina para que las choreen y de paso se las cojan a los dos,
putitas de mierda.
Empecé a llorar. No sé si por el tipo, por los gatitos o porque todavía lo quería al
wacho de Javi. Lala me pegó un codazo en las costillas y creí que ya no iba a volver a
respirar por el resto de mis días. Los dedos me temblaban cada vez más y empecé a
escuchar la voz del tipo como si viniera desde muy lejos y algunos maullidos ahoga-
dos. Sentía un ardor insoportable en la nariz. Lala metió sus manos en el bolsillo de
mi pantalón. La presencia de sus manos me tranquilizó, quise pedirle que se quedara
un ratito más así.
—Listo papu, dos por acá y una por acá y esto te lo dejo para el faso de los pibes de
la esquina.
Lala le guiño un ojo y el tipo se rió.
—¿Y cómo se toma?
Me miró con asco como si yo fuera una vaca muerta rodeada de moscas y escupió al
piso.
—Te las metés en la concha pelotuda, decile a esta que te las ponga.
Cerró la puerta de chapa.
Desde donde estábamos se veía un pedacito de riachuelo y no supe si la que lloraba
era la paraguaya, o los gatitos, o Lala que me agarró la mano y ya no me soltó.