—¿Cómo no se supo...?
—Tenía dinero, y el dinero sirve para comprar silencios. Aquí no hay ninguna embajada
española, por supuesto.
Señalé la tumba de la niña de cinco años.
—¿Su hija?
—Sí.
Luego la de arriba, la que no tenía placa.
—¿Su marido?
—No tuve marido, señor periodista. Ésta es mi futura casa para la eternidad.
Así de simple.
Me sentí incomodo.
Noté que Noraima me miraba fijamente.
—Ya tiene su reportaje —suspiró—. Déjeme en mi casa y vuelva después a hacer
fotografías o lo que desee. Y asegúrese de que quien lo lea entienda que ella está ahora en
paz.
A veces ser periodista es duro.
Ésta era una de ellas.
Yo no tengo carácter para tomar una cámara y filmar una masacre, los resultados de una
matanza, un bombardeo, una hambruna en el Sahel africano o la miseria del infortunio
humano. Supongo que eso me hace ser menos profesional que otros. Pero no puedo
evitarlo.
Sí, iba a hacer aquellas fotos; claro.
Era lo que había ido a buscar a Aruba: respuestas.
Ya las tenía todas.
Pero eso no suponía que me sintiera bien.
—Lo siento —susurré.
—No tiene por qué pedir perdón.
Miré a mi compañera.
En sus ojos, esta vez sí, vi respeto y un punto distintivo de consideración.
—Gracias —dije.
Ya no hubo más. Noraima fue la primera en emprender el camino de vuelta a mi
automóvil. Subimos á él y conduje de regreso a su casa. Sólo hablamos al final, cuando
ella me guió por Malmok. Al detenerme delante de su puerta, me tendió una mano.
Se la estreché.
—¿Fue feliz? —le pregunté entonces.
—Mientras lo disfrutó, sí.
—Era especial —reconocí—. Yo tenía un póster suyo en mi habitación.
—Entonces, hable de eso —me pidió Noraima.
Se bajó del coche, entró en su casa y me dejó solo.
XXXI
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