CHICAS DE ALAMBRE LAS-CHICAS-DE-ALAMBRE | Page 105
—¿Eres feliz aquí?
—¿Te extraña? —bajó los ojos al agua—. Sí, supongo que sí, que te extraña. Yo, que he
vivido en los lugares más excitantes y que he conocido a las personas más interesantes y
que... —los levantó y los fijó en mí—. Pues soy feliz, muy feliz. Tengo justo lo que
deseo: paz. Ya conocí la gloria, el vértigo, la locura, aquello por lo que muchas darían la
vida. Y, ¿sabes algo? Jess y Cyrille la dieron, y yo estuve a punto. Ahora soy otra
persona. Afortunadamente no era pobre, así que...
—Pero esto —abarqué la isla, el mar.
—Esto es el paraíso —me confesó suavemente—. Y si quiero, estoy a tiro de piedra de
Miami, de Caracas, de México City.
—¿Y España?
—En Barcelona, y en Madrid, y en París, y en muchas otras partes tengo los recuerdos.
El futuro es otra cosa.
Quería preguntarle si se había vuelto a enamorar, si también había renunciado a eso; pero
lo consideré impertinente, demasiado fuerte. ¿Y qué, si tenía a alguien en la isla? Era lo
más lógico. El amor es lo único a lo que no se puede renunciar, porque está ahí, siempre.
Aparece y desaparece a su antojo, sin que puedas hacer nada. Y ella era demasiado bella
y sugestiva, aunque se escondiera en el último lugar del universo. Las personas buscan el
amor lo mismo que las plantas el sol.
—Creo que no me ves como soy realmente —dijo Vania, volviendo hasta mí para
proseguir el paseo por la playa.
—Supongo que yo tengo una imagen deformada de ti —acepté—. Siempre fuiste una
especie de sueño, de mito. Y desde que inicié tu búsqueda y deseaba firmemente dar
contigo...
—Soy una persona real, de carne y hueso, ¿ves? —extendió un brazo delante de mí—. Tú
también eres de carne y hueso. Demasiado. No pareces un periodista.
—Puede que no lo sea, o al menos no tan bueno como debiera.
—¿Lo dices por los sentimientos?
—Sí.
—Una vez, un famoso fotógrafo me hizo unas fotos que no me acabaron de gustar, y se
lo dije. Yo era muy joven entonces. Él me contestó: «Yo no trabajo para la idea que
tienes tú de ti misma, sino que lo hago a partir de la idea que yo tengo de ti.»
—Muy buena —reconocí.
—Todos tenemos una imagen de nosotros mismos, pero nunca coincide con la que tienen
los demás. Y debemos entender la de los demás, aunque sin dejar de ser nosotros
mismos.
Llegamos hasta una barca varada en la arena. Pudimos rodearla, pero fue como si nos
obstaculizara el paso. Nos detuvimos frente a ella, y entonces nos apoyamos en su borda.
La barca se llamaba Moonflower. Vania levantó su cabeza hacia el plateado disco que
iluminaba la noche proyectando una estela luminosa en el mar.
—Flor de luna —dijo.
Yo la miré a ella. Su piel estaba morena por la vida en la isla, pero ahora me pareció muy
blanca.
—¿Eres buena pintora? —quise saber.
105