CHICAS DE ALAMBRE LAS-CHICAS-DE-ALAMBRE | Page 10

—Señora, sé que han pasado diez años, pero... No hago más que cumplir órdenes. No soy un paparazzi, se lo aseguro. Sólo trato de... Le mostré mis manos limpias de sangre. Ni una cámara. Eso la tranquilizó, a pesar de lo cual n o se movió de la entrada. —¿Van a remover de nuevo todo aquello? —Pronto hará diez años, comprenda. —No, no lo comprendo —negó con la cabeza—. Entonces fue muy triste, y ahora me parece carroñero. Mi sobrina está muerta, ¿entiende? —¿Cómo dice? —Muerta, sí— insistió—. Tiene que estarlo. Nadie desaparece sin dejar rastro. Y han pasado diez años. Eso es mucho tiempo. ¿No cree que si estuviese viva, yo lo sabría? —Por tanto, no le importará que hablemos... Suspiró. Parecía agotada, y aún no habíamos empezado en serio. —¿Qué quiere? —mostró un pequeño asomo de vulnerabilidad. —Hablar con usted. Sólo cinco minutos. No es demasiado. —¿Para que luego escriba cualquier porquería sobre Vanessa? —Si he aceptado este encargo es, precisamente, porque yo la adoraba, señora. Quiero hablar de su lado humano, de la persona que había en ella, debajo de lo demás. Me miró como si eso cambiara algo las cosas. Y por lo menos a ella le cambió la cara. De fiera a resignada. O bien pudiera ser que mi madre tuviera más razón que una santa, y que siempre conseguía ablandarlas. Hasta a las más duras. —Pase —se rindió. Lo hice, por si cambiaba de opinión. Cerró la puerta y luego me precedió por un pasillo largo y tenebroso que fue haciéndose más claro hacia el final. La sala, que daba a una galería, era mucho más agradable. Antigua y señorial, pero agradable, no cargada de pasado. Todo estaba muy limpio, ordenado, en su sitio. Aquí paz y luego gloria. Esperé a que me indicara dónde sentarme y lo hice. Nada de butacas o el sofá. Una silla, dura y espartana. No saqué ningún bloc, para no impresionarla ni molestarla. En cuanto a mi credencial de periodista y la de Z.I., ya las había guardado tras habérselas mostrado. —¿Quiere beber algo? —No, gracias. Se lo agradezco. —Bueno —se cruzó de brazos—. Sabía que tarde o temprano volverían y no me dejarían en paz. Espero que usted sea el primero y el último. Yo también lo esperaba. Traté de no ir directo a lo más importante, lo que me acababa de decir acerca de que tenía que estar muerta. Opté por un pequeño rodeo discrecional. —Señora Cadafalch, ¿cómo la recuerda? —¿Que cómo la recuerdo? —su cara se revistió de abstracciones—. Pues como una chica que lo tuvo todo y no se dio cuenta de ello. Le sucedió demasiado pronto. La belleza no siempre es llevadera, aunque nunca entendí porque causaron tanta conmoción, ella y sus amigas, con lo delgadas que estaban. A veces pienso que fue una maldición. Mi hermana pequeña también era muy hermosa. —¿Por qué no estuvieron más unidas? —hice la primera pregunta delicada tal vez de una forma demasiado prematura. 10