C(H)ARÁCTER
Al salir el hombre de aquel lugar, observó al caballo escabullirse por entre las
sombras que le ofrecían los pinos que reposaban junto al manantial en la cima
colina. El caballo pareciera de ir ya tan lejos, que el hombre se negó a la
persecución. Triste e incompleto, se tendió de brazos hacia el piso y empezó a
romperse en llanto, mientras observaba perpetuo al caballo que yacía en el
horizonte, junto a los manzanos de la finca del vecino. Desconsolado, el hombre
no encontró más remedio que abrazar a su gato y compartirle sus pesares.
Después de un rato silencioso, el hombre se dirigió en su carro hacia la dirección
en la cual el animal había huido con el maletín. Pasaron horas largas y pesadas,
en las cuales el pobre no encontró nada, ni siquiera un rastro de vida. Cada
segundo contaba, y ya sin esperanza, y observando hacia el perpetuo horizonte,
divisó la caída del anochecer. Los diurnos hacían un festín para irse por fin a
descansar, mientras que los nocturnos cantaban en coro para empezar una nueva
noche.
Fue entonces cuando el hombre se negó a seguir buscando y arrojó con violencia
el pensamiento de su ser hacia el frente del vehículo. No obstante, ya de vuelta a
casa, la luz de una alegre estrella fugaz que era transeúnte de los cielos, decidió
posarse justo frente a él y justo en ese instante, cuando ya todo parecía perdido,
divisó cerca de la llanta derecha del automóvil, un cuerpo, me equivoco eran
dos: uno parecía como de gigante y el otro no era ni más grande que la mitad del
de su compañero. El hombre encendió al máximo las luces del vehículo para tener
un mejor criterio visual, y entonces observó al caballo que buscaba. Estaba
muerto y ensangrentado, sin la cabeza y con un ojo saliendo protuberante de su
cráneo. A su lado un hombre, como de estatura pigmea, era uno de los
hierosolimitanos transeúntes del lugar. Yacía en el suelo, en una posición entre
turuleta y decrépita.
En total, el escenario era espantoso. Todo el piso estaba chorreado de sangre y el
olor era tan putrefacto que el hombre tuvo que colocarse un trapo en sus vías
nasales para no ahogarse. Para entonces, pareciera que el maletín ya no
importase. Se le había olvidado todo acerca de aquel artefacto, pero no duro
mucho: el gato se dirigió hacia él y le recordó por medio de señas aquella
encomienda.
Entonces el hombre, mientras expulsaba la maleza de sus alrededores, notó un
desnivel en el suelo, y en ese instante, supo que era el maletín. Se acercó. Sin
verlo con claridad, lo tomó y lo limpió, pero, estaba abierto. Alguien lo había
destapado. Ahora toda la misión estaba perdida.
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