—¡Escucha! —susurró Charlie—. ¡Escucha, abuelo! ¡Los Oompa-Loompas que están en el barco han
empezado a cantar!
Las voces, cien voces cantando al unísono, podían oírse claramente en la habitación:
No me cabe duda, queridos amigos,
De que estáis en esto de acuerdo conmigo:
No hay nada que más repulsión pueda dar
Que un niño que masca chicle sin cesar.
(Es un vicio tan malo, vulgar e infeliz
Como el de meterse el dedo en la nariz.)
De modo que es cierto, tenemos razón,
El chicle no es nunca una compensación.
Esta horrible costumbre os hará acabar mal
Enviándoos a un pegajoso final.
¿Alguno de vosotros conoce o ha oído
Hablar de una tal señorita Bellido?
Esta horrible mujer nada malo veía
En mascar y mascar a lo largo del día.
Mascaba bañándose en su bañera,
Mascaba, bailando, la noche entera.
He aquí lo que le sucedió
En la cama leyó durante media hora
Sin dejar su vicio satánico.
En verdad, nuestra pobre señora
Parecía un cocodrilo mecánico.
Por fin decidió colocar
El chicle sobre una bandeja
Y para dormirse se puso a contar
Como otros insomnes, ovejas.
Pero, ¡qué extraño!, aunque dormía
Y el chicle acababa de dejar
Sus maxilares se movían
Aun sin nada que mascar.
¡Estaban ya tan habituados
Mascaba en la iglesia y hasta en el tranvía
¡Mascar es lo único que la pobre hacía!
Y cuando perdía su chicle, mascaba
Trozos de linóleo que del suelo arrancaba.
O cualquier otra cosa, la que hallase primero,
Un par de botas viejas, la oreja del cartero,
Los guantes de su tía, el ala de un sombrero.
¡Hasta llegó a mascarle la nariz al frutero!
Y así siguió mascando, hasta que llegó un día
En que sus maxilares (yo ya me lo temía)
Alcanzaron tal envergadura, por fin,
Que su enorme mandíbula parecía un violín.
Durante años y años masticó sin cesar
Y cien chicles, .o mil consumió,
Hasta que una noche, al irse a acostar
Que no podían estar cerrados!
Y era siniestro oír el crujido
Que en medio de la oscuridad
Hacían sus dientes. Era un ruido
Que daba miedo de verdad.
Así siguió la noche entera,
Pero al llegar la madrugada
Se dio la cruelísima ocasión
De que sus fauces decidieron
Abrirse en toda su extensión
Dando un tremendo tarascón
Que le arrancó la lengua entera.
Y desde entonces, la señora
A fuerza de tanto masticar,