tres veces al día.
Y de pronto esas raciones se volvieron aun más escasas.
La causa de esto fue que la fábrica de pasta dentífrica donde trabajaba el señor Bucket quebró
inesperadamente y tuvo que cerrar. En seguida el señor Bucket intentó conseguir otro empleo. Pero no
tuvo suerte. Finalmente, la única manera de conseguir reunir unos pocos centavos fue la de barrer la nieve
de las calles. Pero esto no era suficiente para comprar ni siquiera la cuarta parte de la comida que
necesitaban aquellas siete personas. La situación se hizo desesperada. El desayuno consistía ahora en una
rebanada de pan para cada uno, y el almuerzo, con suerte, en media patata cocida.
Lenta, pero inexorablemente, los habitantes de la casita empezaron a morirse de hambre.
Y todos los días el pequeño Charlie Bucket, abriéndose paso entre la nieve camino de la escuela, debía
pasar delante de la gigantesca fábrica de chocolate del señor Willy Wonka. Y cada día, a medida que se
acercaba a ella, elevando su pequeña nariz respingona, olfateaba el maravilloso aroma del chocolate
derretido. A veces se quedaba inmóvil junto a los portones durante varios minutos, aspirando profundas
bocanadas de aire, como si estuviese intentando comerse el olor mismo.
—Ese niño —dijo el abuelo Joe, sacando la cabeza fuera de las mantas una helada mañana—,ese niño
tiene que tener más comida. Nosotros no importamos. Somos demasiado viejos para preocuparnos de
nada. ¡Pero un niño en edad de crecer! ¡No puede seguir así! ¡Ya casi parece un esqueleto!
—¿Qué podemos hacer? —murmuró tristemente la abuela Josephine—. Se niega a aceptar nuestras
raciones. Su madre intentó poner en el plato de Charlie su propia rebanada de pan esta mañana durante el
desayuno, pero él no quiso tocarla. Se la devolvió inmediatamente.